Arte, arte, arte
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- Marisa Avigliano
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Dos libros para regalarles a niños sin calendario. El primero es para pintar animales, hay serpientes (una es una cobra y la otra una pitón), cabritos, un caimán, un búfalo de agua, un ternero exótico y hasta un cocodrilo que si cierra la boca desayunará mariposas. No están solos, alados querubes les hacen cosquilla y ayudan con el equilibrio. Los dibujos son de Andy Warhol y un prefacio escrito en la parte de atrás de la tapa explica el origen del block deseado: los Edelman —dueños de FlemingJoffe Ltd, una empresa dedicada a teñir pieles de serpiente, cocodrilo y lagarto— y Warhol se conocieron en los años cincuenta en el Empire State Building, delante de la puerta de un fabricante de zapatos; los primeros iban a mostrar pieles; el segundo, bocetos. Después de aquel encuentro, trabajaron juntos casi diez años, Andy hizo los anuncios para Vogue, el stand para una feria, bolsas y hasta un cuaderno para colorear que Teddy y Arthur Edelman le pidieron y que se convirtió en un regalo para los hijos de los clientes. Ahora las doce láminas de 36 centímetros son un libro, pero un libro que será libro sólo por un rato porque, como escribió Andrew Warhol, es para que los niños de todas las edades coloreen y pinten. “Quizá quieras enmarcar estos dibujos o a lo mejor enviarlos a alguien a quien quieras hacer feliz” y trasmuten en imprescindibles obras, como esos cuadros por los que cuarenta millones de personas hacen fila una tarde para poder ver o en objetos glamorosos como los retratos en los platos que Warhol regalaba en Milán junto a Jean Michel Basquiat.
El otro libro es uno de esos pensados para que los chicos conozcan o descubran un mundo, en este caso el “arte contemporáneo”. Sus autoras son dos mujeres (Jacky y Susy Klein, una fue curadora en la Tate Gallary de Londres y la otra es presentadora de la BBC y colaboradora en The Guardian) y el resultado es una guía, un manual con glosario que con el visto bueno del Moma recorre los pasillos de un museo imaginario con explicaciones claras (como cuando Mabel Pessen describe el espacio tridimensional y el dinamismo rojo, azul y amarillo de Mondrian en un capítulo de Los Simuladores) y abre el juego buscando algo más: estimular a los chicos dándoles una lupa o poniéndoles un pincel en la mano. Obras sin título para que el que mira no tenga faro, piedras verdaderas que los bolsillos de Vija Celmins trajeron de Nuevo México y que parecen falsas cuando las falsas parecen verdaderas, los nueve centímetros de las rayas de Buren, el color blanco como absoluto inmejorable, las fotos de Andreas Gursky y el corpiño gigante de Vito Acconci son algunos de los despertadores, sorpresas de intención y deseo. Las obras elegidas están ahí para que suene la alarma, por eso hay preguntas —que lamentablemente pasan por alto y por añadidura cualquier sutileza— sobre cómo se rehace lo cotidiano, especie de trucos o instrucciones para empezar un juego. Por eso el manual y no sólo las obras, por eso el glosario y las breves biografías con alguna curiosidad distintiva, como por ejemplo que Cy Twombly era criptógrafo y descifraba códigos secretos en el ejército o que Anna Maiolino es la más joven de diez hermanos.
Y como el mundo real es sólo para personas que no pueden pensar algo mejor, como dice Juliet, la amiga de Lisa Simpson, acá hay sesenta y tres hojas de papel ilustración para que la dulzura de la mirada se incruste sin más en las obsesiones de la invención.
© Marisa Avigliano, Página 12