“Me gusta mostrar la hipocresía”
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- Silvina Friera
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El cielo encapotado presagia tormentas. La lluvia soterrada, el silencio anterior al ruido del agua, parece el escenario ideal para encontrarse con un escritor holandés que provoca, sin caer en la estampita de la provocación. Un escritor que mete el dedo en la llaga de la autosatisfacción y el bienestar, que ausculta la violencia latente y sigilosa de los vínculos familiares y sociales sumergida en el barniz de la tolerancia y la buena educación. En la zona universitaria de Amsterdam, en el Science Park, a unos veinte minutos del centro de la ciudad, un taxi da vueltas por la calle Carolina MacGillavrylaan en busca del número 177. La mirada del chofer se dilata, no encuentra la dirección. El sentido de la orientación puede enredarse en una madeja de mapas, planos y nombres. Jamás se toma al pie de la letra las indicaciones. Se extravía entre la escala y la realidad. Pero tarde o temprano, el azar o el destino alinea los planetas. De repente frena en la puerta de un edificio y unos segundos después, por una entrada lateral, saluda Herman Koch, el narrador holandés que participará de la 39a Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, el autor de La cena, novela polémica que deja clavado un aguijón de larga duración en los lectores. No hay lecciones morales en sus páginas, a pesar de un crimen cometido –o quizá dos– sin castigo, en una novela que es un gran batacazo literario y editorial: más de un millón de ejemplares vendidos en Europa desde que se publicó en 2009, Premio del Público y el Libro del Año en Holanda y traducciones a 21 idiomas.
Hace seis meses que Koch y Amalia, su esposa española, se mudaron a Science Park. El departamento en tres niveles tiene ambientes amplios, paredes blancas que elastizan más las dimensiones, enormes ventanales, una cocina tan grande y alargada que cuenta Amalia que era uno de los motivos por lo que nadie o casi nadie quería vivir en este sitio con una “extraña distribución”. Pero ellos, que venían de estar en una casa modesta en metros cuadrados, se enamoraron a primera vista de este lugar. Mientras Amalia sirve las stroopwafel –unas galletitas típicas de esta región, waffles rellenos de caramelo– y prepara café, Koch hilvana episodios cruciales de un pasado que ahora, a los 59 años, parece lejano. “De niño contaba historias, siempre estaba inventando algo. Luego, algún maestro, en el colegio primario, me dijo: ‘Este cuento de Herman lo voy a leer porque es buenísimo’. Me sentía orgulloso pero, por otra parte, me daba vergüenza –revela el escritor, como si algo de ese antiguo pudor le hiciera cosquillas en sus mejillas–. Igual me gustaba dibujar y hacer música. Yo estuve en un grupo de rock; tocábamos en fiestas en la escuela y notaba que llamaba muchísimo más la atención que escribir”, recuerda el autor de La cena y Casa de verano con piscina en la entrevista con Página/12.
En la banda The Jerky Tadpole, Koch tocaba la guitarra. El adolescente que fue experimentaba sin saber muy bien hacia dónde se dirigía. “Escribir, que es tan privado, me gustaba más. Al principio, lo hacía casi en secreto.” La gata Emy, pequeña tigresa de ojos esmeralda, observa la luz roja del grabador digital como si fuera un objeto a cazar. Como no se mueve, pronto lo desecha. Pero se queda sentada cerquita, por las dudas, en estado felino de inquietud. “Mis padres no eran de familia rica, pero me podían dar algo de dinero si estudiaba. Estudié lengua rusa durante tres meses, pero la dejé. Y a los 18 años decidí ser escritor, aunque tardé hasta los 28 en publicar. En retrospectiva, puedo decir que esperé bastante para enviar mi primer cuento. Pero todo el tiempo estaba escribiendo y teniendo otros trabajos.” Koch trabajó de vigilante nocturno en oficinas, en fábricas de pan y en una granja en Finlandia, donde estuvo siete meses. “Era un buscavidas –se define–. No sé qué estaba haciendo en Finlandia, quizás escapándome. Ahora es más fácil decir que sabía que sería escritor, pero en ese momento no sabía si me iría bien.”
–¿Cómo fueron esos años de entrenamiento hasta que logró publicar su primer cuento?
–Fueron momentos de mucha incertidumbre... Estaba todo el tiempo pensando que había muchos escritores de 22 años que ya habían publicado una primera novela y me preguntaba por qué yo no. Cuando veo todo el camino recorrido, creo que no estuvo tan mal. Yo soy perezoso por naturaleza y eso me ha ayudado. Con toda esta pereza, he llegado al lugar donde estoy ahora. A mi ritmo, sin prisas. Claro que hubo momentos en los que dudé mucho y creía que no iba tan bien...
El debut literario llegó a principios de los años ’70 con el cuento “Viaje organizado”. New Foundland, una revista literaria que ya no existe, lo publicó. “Me acuerdo de que tuve una novia durante tres años hasta que ella cortó la relación. Justo al día siguiente me llamaron de la revista para decirme que habían aceptado mi cuento. Aunque estaba triste porque mi novia me había dejado, sabía que esa noticia era mucho más importante. ‘¡Qué pena para ella que ya no forma parte de mi vida!’, pensaba. Pero no en plan de venganza –aclara–. Con mi hermana me fui a una casa en Italia y estuvimos meses aislados. La revista me iba a mandar un ejemplar por correo al pueblo, Pregio, en Umbria. Me fui a ese pueblo sólo para escribir más cuentos. Yo estaba cada día esperando que viniera el coche rojo del cartero para que me trajera la revista y poder ver mi cuento publicado. Esperé durante cuatro meses. Cada día que me levantaba decía: ‘Hoy va a llegar’. Al final, llegó. En esa época no estaba liberado con la escritura. Era, incluso, más literario que ahora.”
–¿Qué significa para usted “más” literario?
–Era más perfeccionista; cada frase tenía que ser perfecta, una mínima obra de arte. En los últimos veinte años me di cuenta de que una novela tiene que estar llena de frases muy normales. La frase perfecta es para la poesía. A Borges y a Cortázar los leí a los 18 años, cuando estaba buscando todo. Entonces Borges era uno de mis favoritos porque, a esa edad, si quieres ser escritor, te gusta el experimento y todo lo que es posible con la escritura. Mis primeros cuentos eran bastante experimentales, nada realistas; con el tiempo me fui volviendo más realista.
Dos parejas se encuentran en un lujoso restaurante de Amsterdam; dos hermanos, Paul y Serge, con sus respectivas mujeres, Claire y Babette. ¿Hasta dónde son capaces de llegar estos padres para encubrir el crimen que cometieron sus hijos adolescentes, Michel y Rick? Mataron en un cajero automático a una mujer sin techo, que necesitaba el calor de ese habitáculo para evitar el frío de la intemperie; un hecho que ocurrió en Barcelona (España), germen de la realidad que le sirvió a Koch para trasplantar la semilla de esta ficción controvertida, La cena, a la sociedad holandesa. Claire defiende a su hijo como si fuera una madraza italiana, la mujer de un capomafia. Ella rechaza de plano que haya sido un asesinato. Prefiere utilizar la palabra “accidente”, “una serie de acontecimientos con un desenlace desafortunado”. Serge, un político en campaña, candidato a primer ministro, plantea, en cambio, que no se puede vivir con un secreto así. Quiere denunciar a los chicos, entregarlos a la Justicia. El ácido y cínico narrador de Casa de verano con piscina es un médico de Amsterdam, Marc Schlosser, invitado junto a su familia a pasar unos días de vacaciones en la casa de uno de sus pacientes: el famoso actor Ralph Meier. Aparentemente todo marcha sobre los rieles previstos, hasta que un pequeño incidente, el comportamiento extraño de la hija de Marc, de 17 años, abortará las vacaciones de todos. “Sobrevivir es la única fuerza motriz de la creación”, dice el profesor Herzl, un personaje evocado por el médico de cabecera.
–En La cena aparece citada una frase de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar”. ¿Reconoce cierta influencia de la literatura rusa en sus novelas?
–Creo que sí... Cuando tenía 17 años empecé a leer a los modernos, pero también a los clásicos. Yo siempre me enganché con los rusos: Chéjov, Tolstoi, Dostoievski. Todavía los releo y me parecen modernos en el lenguaje. Tolstoi o Chéjov escribían para todo el mundo, no sólo para amantes de la literatura o intelectuales. Siempre me gustó lo bien escrito que estaban sus libros. Confieso que he intentado imitarlos (risas).
–Cuando escribe, pone en suspenso al mismo tiempo que cuestiona el peso de lo moral en la literatura, ¿no?
–Sí, claro, sobre todo la moral de la época. Nosotros nos felicitamos por cómo hemos avanzado. Ahora nuestra moral está libre de cualquier prejuicio; con esta cuestión estoy pinchando en mis libros, como por ejemplo en Casa de verano con piscina, con el médico que vuelve a lo biológico, al darwinismo. Me gusta mostrar la hipocresía y dar un ataque a la moral y a esa idea de que nosotros no tenemos tabués ni prejuicios; que no somos racistas y aceptamos a todo el mundo. No es verdad. Cuando alguien dice que es “muy tolerante” con otra cultura quiere decir, en mi opinión, que se siente superior a la otra cultura. Otras culturas que no dicen que son tolerantes no se sienten superiores. Se sienten oprimidas, incómodas con los extranjeros, y lo admiten. Yo intento meter el dedo en la llaga de las buenas conciencias.
–Sus novelas deben ser algo así como una piedra en el zapato de las “buenas conciencias holandesas”. ¿Qué es lo que más molesta de sus ficciones?
–Los holandeses se sienten muy satisfechos y contentos consigo mismos de lo tolerante y educados que son. Y yo creo que no es verdad. No son nada educados. Un holandés suele decir que es muy directo para decir las cosas. Y en ese decir directo es muy maleducado. Los holandeses suelen repetir que son abiertos con otras gentes, con otras culturas, pero hay un movimiento antiinmigratorio, como en todos los países europeos, que antes era impensable. Hay una moral aceptada, pero el problema es que los holandeses no se dan cuenta de que solo está aceptada entre ellos; que no es una ley universal. Yo tengo experiencias con hospitales y médicos en Holanda y en España. Cualquier persona aquí, en Holanda, te diría: “¡Uy, un hospital en España... pufff!”. Como que aquí todo es mejor. Pero mi experiencia me permite afirmar lo contrario: aquí todo es muchísimo peor, pero no se dan cuenta. Lo mismo pasa con la educación. Ahora también acá se empieza a dudar si todo funciona tan bien como se cree.
–¿Considera que la sociedad holandesa es racista?
–Sí, creo que sí, que es racista, porque justamente dice que no lo es. Lo niega a través de la tolerancia. En la misma palabra “tolerancia” ya está el racismo incorporado.
–¿Por qué el final de La cena ha sido leído como demasiado polémico?
–Los lectores, en general, esperan un mensaje moral. Los personajes acaban pensando que han hecho bastante bien las cosas. Que se han quedado con lo suyo, excepto el político que tiene la carrera acabada, que va hacia la ruina. Los lectores están esperando que en la última página haya un juicio, o al menos que alguien se caiga de la escalera y se mate, porque es lo que ha merecido. Los personajes están convencidos de que solucionan sus problemas de la mejor manera en La cena y en Casa de verano con piscina. No se puede decir que el padre médico, aunque tiene sus dudas en cómo trata a su hija, es un mal padre. Al final se convence de que no lo hizo mal. Todos nos convencemos de que no hemos hecho tan mal lo que hicimos; es un recurso defensivo para sobrevivir, para seguir adelante.
–¿Imagina su vida sin escribir?
–No. Recuerdo una cita de Graham Greene en la que decía que no entiende qué hace la gente que no escribe, cómo viven. Yo tengo esa sensación. No tengo mucha disciplina, pero cada mañana me pongo a escribir algo, entre las nueve y las once. Y luego me encuentro mejor a nivel psicológico, más feliz. Y no estoy contento porque he escrito una página. Estoy contento porque he inventado algo nuevo. Aunque no sea como el pan de cada día, escribir me hace aguantar la vida.