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Narrar la ciencia

Periodista:
Federico Kukso
Publicada en:
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Las avalanchas no sólo son el síntoma de la montaña tapizada por la nieve. O la eventualidad que nadie desea tentar ni siquiera invocando su nombre. Todos los días una avalancha de datos, cifras y apellidos disonantes nos sepulta, comprime, asfixia. Aquel flujo y ruido ensordecedor que llamamos con liviandad “información” descarga cotidianamente todo su peso y furia sobre nosotros y nos desorienta. O peor. Nos vuelve ciegos ante ciertos acontecimientos disruptivos –y decisivos– capaces de hacer temblar nuestra imaginación y reconfigurar nuestros sentidos. Hace unos meses, por ejemplo, dos biólogos dieron un paso más que importante para redefinir para siempre la literatura. Y las principales editoriales del mundo ni siquiera se enteraron.

 

 

Desde la asepsia espartana de un laboratorio de Boston, Estados Unidos, George Church y Sriram Kosuri se rieron de lo imposible: lograron almacenar un libro en una molécula de ADN. Como quien hace presión y consigue introducir en un hueco de su hacinada biblioteca una novela después de terminar de leerla, estos investigadores de la Universidad de Harvard insertaron –codificación mediante– 53.500 palabras y 11 imágenes en la oscuridad de un espacio ridículamente pequeño y compacto, allí donde descansa el secreto de la vida, la información genética necesaria para construir un organismo.


No importa mucho que haya sido una movida de marketing para promocionar el libro en cuestión –el de Church, Regénesis: cómo la biología sintética va a reinventar la naturaleza y a nosotros mismos –, o que no haya sido el único caso –Nick Goldman, un investigador del Instituto Europeo de Bioinformática, logró compactar también en una molécula de ADN los sonetos completos de Shakespeare y el discurso “Tengo un sueño” de Martin Luther King, en enero pasado–, o ni siquiera que la técnica sea aún demasiado costosa y arrastre varios ceros. Arremetidas científico-literarias de este tipo abren caminos insospechados: antes de lo que pensamos, el sueño de la movilidad total podría volverse realidad. De la noche a la mañana, nuestros cuerpos podrían convertirse en bibliotecas perfectas. Y nuestras células, en estantes. Pasarán los años, tal vez el libro de papel finalmente muera y los ebooks ganen la batalla. Pero las ficciones que nos hipnotizan vivirán en nosotros. Nos habremos transformado entonces en libros con piernas. La literatura al fin se habrá hecho carne.

 

Quizá falta mucho. Quizá no. Pero lo cierto es esto: la ciencia y la literatura no transitan más por separado. No luchan en secreto por ignorarse como dos extraños se esquivan en la calle. Hace tiempo que se abrió una puerta entre ambos universos y a través de ella se tendió un puente, uno de dos carriles, de ida y vuelta. Ciencia y literatura ahora conversan, se entrelazan, discuten. Y más que una moda alimentan una tendencia. Basta con ir a una librería o recorrer con la vista –acelerados por la gula literaria por tener y leer todo– las novedades de una editorial. Ahí están las novelas-experimentos de Michel Houellebecq, Ian McEwan, Jonathan Franzen, David Foster Wallace, David Leavitt, John Banville, Hans Magnus Enzensberger y David Lodge, para mencionar algunos de los principales nombres del star system de la literatura actual, obras en las que las palabras, los oraciones y los párrafos son atravesados por la simbología y la sensibilidad de la genética, la matemática, la física, la biología y demás disciplinas científicas.


Los escritores le perdieron el miedo a las ciencias. Era hora.

 

Algo de historia

El 7 de mayo de 1959 Charles Percy Snow partió la cultura occidental en dos. La rebanó en una cultura científica y una cultura humanística. En su famosa charla en la Universidad de Cambridge, este químico y novelista inglés señaló la existencia de un abismo en la vida intelectual o como lo llamó “un golfo de mutua incomprensión” entre dos polos: los científicos que ignoraban la obra de Dickens o Shakespeare y los “intelectuales literarios” que desconocían la segunda ley de la termodinámica. En un punto, Snow tenía razón. Por entonces, imperaba cierta ignorancia recíproca, se expandía una grieta, se había oficializado un divorcio (“La ciencia no me interesa para nada”, soltó como una bomba Jean-Paul Sartre). Pero en otro punto no.

 

En rigor, estos dos registros, dos lenguajes, dos maneras de razonar e interpelar al mundo –el escritor conmueve con mundos imaginados; el científico descifra los misterios del mundo “real”– nunca estuvieron del todo desconectados.

 

En los últimos doscientos años, toda clase de escritores, de hecho, palparon las teorías e ideas científicas que conformaban también la atmósfera intelectual de su época. No vieron en ellas monstruos ni laberintos sin salida. En 1839, por ejemplo, Edgar Allan Poe escribió –o más bien corrigió– las anotaciones de su amigo Thomas Wyatt: Conchologist’s First Book. A System of Testaceous Malacology, arranged Expressly for the Use of Schools (El primer libro del conchólogo. Un sistema de malacología testácea, arreglado expresamente para su uso escolar), un manual sobre moluscos, al que le siguió en 1848 Eureka: un poema en prosa –traducido al español por Julio Cortázar–, un ensayo sobre la naturaleza y el origen del universo, su funcionamiento y su futuro.


En Moby Dick , Herman Melville se hacía las mismas preguntas que perseguían a los biólogos marinos a mediados del siglo XIX. “¿No es un hecho curioso que un animal inmenso como es la ballena vea el mundo por un ojo minúsculo y oiga el trueno por una oreja tan pequeña como la de una liebre?”, apuntó el escritor estadounidense.

 

Y eso no es todo: en las veinte páginas de Informe para una academia (1917), Kafka introdujo una suerte de teoría de la evolución en versión acelerada al contar la historia de un simio –Pedro el Rojo– que es cazado y tras cinco años empieza a hablar y adquirir las costumbres de la cultura europea.


En cuanto a Vladimir Nabokov, este escritor ruso se inclinaba tanto por las Lolitas como por la entomología y el estudio de las mariposas. Nicanor Parra, además de poeta, era matemático y físico. Y mucho antes de este escritor chileno, Samuel Taylor Coleridge tenía la –sana– costumbre de asistir a charlas científicas en la Royal Institution de Londres. Cuando le preguntaban por qué perdía el tiempo yendo a las clases de química, Coleridge siempre contestaba lo mismo: “Para enriquecer mis provisiones de metáforas”.

 

Aun así, en el mundo literario las ciencias siempre fueron empujadas a un rincón o enclaustradas en guetos –literatura de anticipación, ciencia ficción, cyberpunk, steampunk, biopunk–, subgéneros destinados a “nichos”, a un “público especializado”, a fans. Siempre fueron algo menor, estuvieron condenadas a ser alejadas de los grandes temas de la literatura.


Pero no más. En algún momento de las últimas décadas –pero con más fuerza en recientes años–, la grieta se achicó. Y la ciencia se filtró. Salió del closet –su armario: el laboratorio– en dos movimientos simultáneos: los científicos comenzaron a escribir novelas –el matemático Guillermo Martínez lo hizo en Acerca de Roderer y Crímenes imperceptibles ; el astrofísico Fred Hoyle en La nube negra ; el físico Alan Lightman se despachó con Los sueños de Einstein ; en su momento, la bióloga Paola Kaufmann escribió El lago y La noche descalza ; el biólogo Diego Golombek publicó Así en la Tierra – y un puñado de escritores se animaron a escribir sobre ciencia como David Foster Wallace y su Everything and more: a compact history of infinity (y también en su monumental La broma infinita , llena de matemática), Jonathan Franzen hizo lo suyo en su texto “El cerebro de mi padre” (en Cómo estar solo ), David Leavitt en Alan Turing: el hombre que sabía demasiado , el irlandés John Banville se despachó con su tetralogía científica Doctor Copernicus (1976), Kepler (1981), La carta de Newton (1982) y Mefisto (1986) y Thomas Pynchon lo hizo en Contraluz , donde asoman los rayos e ideas eléctricas de Nikola Tesla, el genio serbio eclipsado por Thomas Edison.

 

Toda clase de autores se apoderaron de las ciencias. Dejaron de considerarlas ajenas, distantes. Descubrieron que en ese universo paralelo había también historias para contar. Cada vez con más regularidad, metabolizan los temas científicos y, en lugar de expulsarlos y exhibirlos con un gran cartel que dice “esto es ciencia”, los inmiscuyen en la trama, en sus conflictos, moldean la personalidad de los protagonistas. Y dan a luz a un nuevo género, bautizado por el químico Carl Djerassi –y autor de la novela El dilema de Cantor – “ciencia-en-la-ficción”, una etiqueta de catálogo utilizada sobre todo para diferenciar a este tipo de novelas del ya confuso universo sci-fi .


Más que divagaciones y proyecciones futuristas –distópicas o utópicas, no importa–, estas obras ponen el acento en otra parte: toman la descripción realista del microcosmos científico como lanzadera de despegue de la imaginación. Con la iconografía de la ciencia como telón de fondo (los institutos, los campus universitarios, la burocracia, los personajes, los conceptos y las reglas de juego de esta tribu), desnudan al ser humano, critican la decrepitud de la sociedad, el pavor a envejecer y todo aquello que sucede en ese breve lapso que separa al nacimiento de la muerte.

 

Sin estereotipos

Más que ahondar en la imagen algo descascarada del científico –el desvariado, el genio del mal, el salvador, el Moisés laico–, en estas historias los hombres y mujeres de ciencia recobran su humanidad hace tiempo diluida por un estereotipo anquilosado. En estas nuevas tramas, estos personajes se vuelven cercanos. No en tanto héroes asexuados o pura razón sino como individuos intensos que dudan, aman y sufren, como el personaje del físico nuclear Viktor Shtrum en la novela Vida y destino, del ruso Vasili Grossman o el matemático indio Srinivasa Ramanujan en El contable hindú, del estadounidense David Leavitt.


O también como el neurocirujano Henry Perowne, protagonista de Sábado, de Ian McEwan, quizás el escritor más científico del momento –junto, claro, a Michel Houellebecq– quien en Solar , un novelón sobre el cambio climático y el fraude científico, caricaturiza a los ganadores del Premio Nobel y a la elite científica al hacer un primer plano sobre las corrupciones del físico Michael Beard, un gran antihéroe, un falso ídolo: un cobarde, mujeriego, charlatán (“Pertenecía a esa clase de hombres vagamente anodinos, a menudo calvos, bajos, gordos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a las mujeres”). “No quería crear un héroe con espada, capaz de salvar el mundo del cambio climático, sino un científico con suficiente calidez humana para que el lector pueda sentirse reflejado”, afirmó con sarcasmo el escritor inglés, quien prefiere los protagonistas racionales como el periodista científico Joe Rose de Amor perdurable .

 

Ciencia y ficción se imbrican así en cierta clase de contrato. Firmaron un pacto de mutuo entendimiento con una meta en común: explorar la naturaleza humana. “¿Es la descripción de la conciencia patrimonio de la literatura o de la ciencia? –se pregunta el inglés David Lodge, autor de Pensamientos secretos –. Luego de escribir la novela llegué a la conclusión de que ambas aproximaciones, la literaria y la científica, son complementarias. La conciencia es un fenómeno muy individual. Mientras que la ciencia busca teorías y explicaciones generales, el novelista es capaz de transmitir una vívida sensación de lo que supone la conciencia. Por eso leemos novelas, para hacernos una idea de cómo experimenta otra gente el mismo mundo. No se puede decir que la perspectiva de la ciencia o de la literatura sea la única correcta”.


Sin casarse con las ciencias –no se vuelven los voceros del átomo, los RR. PP. del genoma o del universo–, aquellos que empujan esta ola científico-literaria construyen una nueva figura de escritor: el escritor-anfibio que navega y sobrevive en diversos ambientes y lenguajes, el representante de una tercera cultura capaz de contar la ciencia en palabras, en historias. Y así contagiar la pasión por las hormigas o por la exploración espacial a aquellos que habían odiado las clases de biología, matemática o física en el secundario.

 

“Mis novelas y el método científico tienen algo en común: lo experimental. En cierto modo, mis personajes son experimentos que hago con mi cerebro: unos marchan y se desarrollan bien; otros, no marchan”, suele declarar Houellebecq, el gran provocador, un verdadero esteta del dolor, del tedio, de la exasperación de aquel fenómeno que es vivir. Mientras que para su libro Ampliación del campo de batalla aprovechó su experiencia como programador de computadoras, para hablar sobre clonación en La posibilidad de una isla enganchó las investigaciones sobre la oveja Dolly con la secta de los Raelianos y para El mapa y el territorio reflotó su licenciatura en agronomía, para Las partículas elementales se inspiró en los experimentos de 1982 del físico Alain Aspect en 1982, lo que en mecánica cuántica se llama “la paradoja EPR”: cuando dos partículas interactúan, sus destinos se vinculan. Al actuar en una el efecto se propaga a la otra, como Houellebecq lo ejemplifica al narrar la vida entrelazada entre dos hermanastros: Michel, el biofísico que en un momento renuncia a la sexualidad y Bruno, profesor de literatura, sexópata, misógino. O un mismo espejo con dos caras: ciencia y literatura.

 

Canjes y experimentos

En realidad, más que un procedimiento narrativo afín al realismo social que reina en estos momentos en gran parte de la literatura, se trata de una operación de canje, un préstamo. Autores que toman el discurso científico, sus personajes, sus modismos y le inyectan no aquello que carecen sino que se esfuerzan por mantener oculto detrás de la cortina: el yo, los sentimientos, las contradicciones y claroscuros de la fórmula que compone la humanidad. Así lo hizo Jonathan Franzen, quien aprovechó sus investigaciones en sismología y su paso por el Departamento de la Tierra y las Ciencias Planetarias de la Universidad de Harvard para componer el clima tenso –y a veces asfixiante– en el que avanza su segunda novela, Strong Motion .

 

En otros casos, consisten en encuentros provocados, acercamientos entre escritores e investigadores cuyos resultados se ven en la colección de cuentos compilados en el libro recientemente publicado La piedra de la cordura . Invitados por el médico cardiólogo y editor Daniel Flichtentrei y el neurocientífico Facundo Manes y coordinados por la editora y periodista Amalia Sanz, nueve escritores argentinos se reunieron con psiquiatras, neurólogos y otros especialistas en ciencias de la mente. Se vieron las caras, charlaron, discutieron. Y de esos diálogos que traspasaron las disciplinas surgieron ficciones que orbitan alrededor de una patología neuropsiquiátrica, como una especie de continuación de la rica tradición literaria de hacer pie en una enfermedad para narrar una historia (la tuberculosis en La montaña mágica, de Thomas Mann y en Boquitas pintadas, de Manuel Puig, la poliomielitis en Némesis, de Philip Roth, el mal de Alzheimer en Desarticulaciones, de Sylvia Molloy).


El personaje del relato El sentido de las palabras de Angela Pradelli es la demencia semántica, un trastorno del lenguaje en el que los pacientes presentan un deterioro progresivo en la comprensión de los nombres. “La relación de la vida con la literatura y el lenguaje como misterio que nos constituye son siempre una zona de mucha conmoción para mí –dice la escritora–. Las reuniones con los especialistas me permitieron conocer trastornos del lenguaje de los que nunca había oído hablar”.

 

Sergio Olguín, en cambio, eligió la bipolaridad para delinear a Emilio, el protagonista ermitaño de Fin de semana . “Me pareció que era una enfermedad muy literaria, ideal para escribir un cuento”, relata el autor de la novela La fragilidad de los cuerpos . El psiquiatra Sergio Strejilevich le explicó las características de la bipolaridad, le pasó videos y le recomendó libros. Para el relato Filiaciones , Ariel Magnus se volcó por la esquizofrenia. “Hablar con la psiquiatra Andrea López Mato me hizo cambiar algunas nociones que tenía acerca de la medicación psiquiátrica, al punto que terminé haciendo un cuento prácticamente pro-psicofármacos”, revela el escritor, quien llevó a la reunión un grabador que se le quedó sin pilas a los dos minutos. Y Mariana Enríquez tuvo que poner en pausa su afición por los vampiros, las posesiones demoníacas y el cuento fantástico –su firma–, para retratar un caso de epilepsia en La mujer que era sombra . “Me gustó escribirlo pero me quedé con ganas de hacer un cuento de posesión, de época, bien del siglo XIX”, confiesa la autora de Cómo desaparecer completamente .


Como se percibe en estos experimentos literarios –en los que también participaron Oliverio Coelho, Esther Cross, Guillermo Martínez, Claudia Piñeiro y Carlos Chernov–, la literatura no es autónoma del mundo ni de la época que la cobija. Vivimos en la era del genoma, de los aceleradores de partículas, de los descendientes del telescopio espacial Hubble, del despertar de la inteligencia artificial, en la que las ideas –abstractas y a veces difíciles– logran de una manera u otra encarnarse en ficciones, como ocurre con la hipótesis del multiverso y los universos paralelos en 1Q84 de Haruki Murakami.

 

En este tráfico de ideas, la literatura reenvía a los científicos su propia imagen: ya no el reflejo deformado sino una imagen más humana, cruzada por una multiplicidad de conflictos humanos mundanos como la insatisfacción sexual, la codicia, la obsesión.


Cargadas de historias grandes, medianas y chicas –pero bien humanas– para los tiempos científicos que vivimos, estas novelas levantan los velos con que los científicos han sido cubiertos por la literatura durante un tiempo. Dejan de ser invisibles, escapan de la cárcel mediática, de los títulos de prensa que los retratan como caricaturas cojas y que los empujan al agujero negro del lugar común.

 

En una suerte de fecundación cruzada, ciencia y literatura salen ganando. Abiertos los puentes –aun frágiles e inestables– entre estos dos universos, cuentos y novelas ayudan también a contrabandear ideas y conceptos, como si cada libro fuera un caballo de Troya: sin una actitud pedagógica, una impostura tipo Billiken o Anteojito, ilustran, explican, sugieren, traducen al idioma accesible de la cultura popular las imágenes y pilares conceptuales de las ciencias, aquellos escudos y armas que nos protegen de la charlatanería.


Como dice Alan Pauls en El factor Borges –el mejor libro de Borges no escrito por Borges–, es la magia de la ficción: “algo que está hecho de traducciones fallidas, de insuficiencias, de reciprocidades incongruentes, pero que es más capaz que cualquier otra cosa de hospedar ideas, conceptos, fórmulas, todas las abstracciones del mundo, y de darles un rostro y un nombre y de hacerlos viajar rápido, muy rápido, más rápido que la luz”.

 

© Federico Kukso, Ñ