El viejo y el mar (en versión lisérgica)
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- Maximiliano Tomas
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Hay, por supuesto, subgéneros. La entrevista, el perfil, el reportaje, la crónica. Uno de ellos es el que algunos llaman "periodismo de inmersión", que no tiene que ver con la práctica del buceo sino con los artículos en que el cronista pone en juego su cuerpo a la hora de relatar sus historias. Una mala interpretación de este tipo de periodismo llevó esta semana a que un aspirante a documentalista inglés muriera de frío mientras buscaba experimentar cómo es la vida de los sin techo en ese país. Para mayor morbo, Lee Halpin subió, antes de aquella trágica noche, un video a Youtube donde explicaba su cometido y su voluntad de vender la historia a Channel 4, respondiendo a una suerte de concurso convocado por la empresa para ganar un contrato de doce meses de trabajo. No siempre hace falta poner el cuerpo, ni mucho menos arriesgar la vida, para lograr una buena investigación o escribir un gran reportaje.
El subgénero llamado "de inmersión" ni siquiera es nuevo, y uno de sus mayores cultores es el periodista Günter Wallraff, que en la década del 80 dedicó dos años de su vida a vivir disfrazado como un inmigrante turco para mostrar las vejaciones a las que era sometida esta población en Alemania. El resultado fue un libro publicado en 1985 que se llamó Cabeza de turco, se convirtió rápidamente en bestseller, e inspiró a muchos otros periodistas (¿también a Lee Halpin?) a vivir historias arriesgadas en carne propia para luego contarlas. Pero existe una desviación aún más radical de esta práctica y es la que creó, siguiendo los pasos del Nuevo Periodismo estadounidense, el inclasificable Hunter S. Thompson (1937-2005). Su postulado, si es que puede resumirse en pocas líneas, es que el cronista se convierta en sí mismo en parte activa del relato, y muchas veces termine devorándose incluso a la historia que en principio se quería escribir. Thompson, periodista estrella de revistas como Rolling Stone o Playboy, y conocido por su (literalmente) lisérgico Miedo y asco en Las Vegas, llamó a esta práctica "Periodismo Gonzo".
Más de veinte años después de su primera publicación en castellano, vuelve a editarse ahora La gran caza del tiburón, una antología algo amarreta de sus trabajos (la edición original en inglés tiene más de seiscientas páginas y trae decenas de reportajes; esta, apenas ocho en unas doscientas) que se destaca sobre todo por dos largas crónicas: la que le da nombre al libro, y un artículo riguroso e impecable que retrata las tensiones provocadas por el crecimiento de la comunidad chicana en la sociedad de Los Angeles en la década del 70, mientras todavía se pelea la Guerra de Vietnam. Pero es en La gran caza del tiburón donde se advierte claramente cuál es la esencia del "Periodismo Gonzo". Thompson es invitado a cubrir un torneo de pesca internacional en Cozumel, México, en el que participa una impresentable casta de nuevos ricos. Y en apenas tres días deja en claro que el torneo le importa poco y nada, ya que se trata de una competencia amañada que no implica ninguna aventura verdadera: el que más dinero tenga, el mejor barco haya conseguido, el que contrate a la tripulación más diestra y avezada, ganará.
Para hacer periodismo del bueno, para escribir un texto de calidad, alcanza con voluntad, perseverancia, paciencia, dedicación, talento narrativo y, sobre todo, mirada: tener una idea del mundo y de cómo se lo quiere contar. Thompson intenta, en vano, embarcarse por la noche en busca de algo de acción, para cazar tiburones en alta mar, pero es estafado. Entonces abandona la cobertura y se dedica a consumir todo el alcohol que pueda conseguir, y todas las drogas que llevaba consigo: MDA, anfetaminas, LSD y cocaína. El relato, de a poco, se aleja de cualquier reminiscencia hemingweyana y se convierte en un raid surrealista y delictivo, en el que Thompson abandona los hoteles sin pagar, destruye autos alquilados y se propone consumir todas las sustancias ilegales que lleva encima antes de verse en la obligación de atravesar la frontera en San Antonio, Texas. El relato final, una crónica del exceso siempre al borde de la tragedia y el desastre, apareció publicado en Playboy (por entonces una revista de grandes reportajes) en diciembre de 1974. Si pudo existir años más tarde un David Foster Wallace (tal vez el mayor cronista estadounidense de fines del siglo pasado), aquel que escribió textos como Hablemos de langostas y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, fue porque antes hubo un Hunter Thompson.
El detalle es que no siempre hace falta poner el cuerpo, ni mucho menos arriesgar la vida, para lograr una buena investigación o escribir un gran reportaje. Además, probablemente no alcance con pasar una semana durmiendo a la intemperie para comprender la realidad de los sin techo, tal vez ni siquiera para dar una idea aproximada de lo que es vivir en la calle. El arrojo e incluso la inconsciencia no son las mejores herramientas de un periodista, menos para un principiante. Para hacer periodismo del bueno, para escribir un texto de calidad, alcanza con voluntad, perseverancia, paciencia, dedicación, talento narrativo y, sobre todo, mirada: tener una idea del mundo y de cómo se lo quiere contar. Queda por ver, en el caso de Lee Halpin, cuál es la responsabilidad de Channel 4 en su muerte, motivada por la polémica convocatoria a ejercer un "periodismo arriesgado" a cambio de la promesa de un contrato laboral.
© Maximiliano Tomas, La Nación