Alan Pauls: “Esta es una novela de adictos”
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- Guido Carelli Lynch
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Acaba de terminar la trilogía de los años 70 que componen Historia del llanto , Historia del pelo e Historia del dinero , la última de las tres nouvelles que escribió como si fueran “zapadas controladas”. La primera en sus palabras era una suerte de educación sentimental de un adolescente que –generacionalmente– podría haber sido él. La segunda utilizaba el pelo, en apariencia frívolo, como nexo entre los personajes y las épocas. La tercera, la que sirve de excusa para esta entrevista, es una novela de dinero explícito. “Quería hacer una novela porno, en la que las escenas de sexo hubieran sido reemplazadas por escenas de dinero. Tenía esa idea, llevar un poco la explicitud del dinero al extremo. Poner australes, pesos argentinos, pesos moneda nacional, patacones, todo. Poner en acto esa dimensión increíblemente histórica que tiene el dinero en la Argentina, en la que en cuarenta años hay cinco monedas y en un momento incluso coexisten cinco monedas”, dice Alan Pauls, que tiene alergia, está congestionado y habla como escribe –siempre con frases largas, llenas de subordinadas– en el departamento luminoso de Palermo donde vive. Las tres novelas breves, un formato que siente a su medida, podrían suceder en otro momento y lugar, aunque en rigor transcurren en varios momentos y son intrínseca e inconfundiblemente argentinas.
¿Cómo es la relación de los argentinos con el dinero?
Es raro lo que pasa, por un lado, hay una especie de prurito para hablar del dinero en términos personales. Por otro, es increíble el lugar que ocupa el dinero en la sociedad argentina, su nivel de presencia obscena. Solamente creemos en el dinero cash . La cultura económica argentina, por lo menos en el momento actual, es una cultura de lo inmediato, del aquí y ahora. Es una cultura de la materia, si uno puede decir que el dinero es materia, porque en realidad es un símbolo. Pero la relación con el dinero que hay en Argentina es muy porno. Es una relación muy poco simbolizada, es el billete. No hay comparación entre el efecto de hechizo y satisfacción que te produce el billete con el efecto de hechizo y satisfacción que te produciría saber que te hicieron una transferencia electrónica, que dentro de 48 horas quizás acredite en tu cuenta diez veces más dinero, ¿entendés? La plata, tener la guita, el toco, sigue siendo en la Argentina lo más, en términos de cultura económica, de satisfacción económica.
Cuando Pauls decidió que escribiría Historia del dinero , Argentina tenía un solo dólar y prácticamente no registraba inflación. Ahora que terminó y habla sentado alrededor de una mesa redonda con los Papeles de trabajo , de Saer (que tanto le gusta), y los libros que sobresalen de una de sus dos bibliotecas: Onetti; Juan L. Ortiz; los diarios de Ricardo Piglia; Marcel Duchamp. The afternoon Interviews y Mrs. Dalloway , de Virginia Woolf; el dólar blue araña los 9 pesos, tiene su propio “minuto a minuto” y la brecha con “el oficial” es del 65 por ciento. El celeste , en tanto, confirma el tamaño de la imaginación nacional al servicio del dinero. Pero los traumas financieros del país no son nuevos y tampoco esa tendencia argentina a inventar eufemismos y sinónimos para hablar siempre de lo mismo: de plata. Del dinero que no alcanza, por ejemplo, porque paradójicamente hay demasiado circulante. Y entonces nacen nuevas palabras o se resignifican otras para nombrar el cash , la guita , quizás porque, como dice el narrador del libro , permanece “la ilusión de que mudándose al reino de las palabras, algo de ese caos en expansión, que es el caos del dinero, se aquietará, entrará en caja y quedará bajo control, al menos, bajo el control del lenguaje”.
Para escribir no se detuvo en modelos literarios. Tampoco en Arlt, el más famoso y obvio. Pensó más que nada en la lógica de la relación del dinero y el arte contemporáneo. Le interesaba entender por qué una obra de Jeff Koons cuesta 70 millones de dólares. Y también por qué los secuestros con los que los grupos armados financiaban sus operaciones tenían un tarifario inexplicable. ¿Por qué 60 millones de dólares por los hermanos Born? En Historia del dinero, en el medio y al margen de la relación siempre mediada por el dinero del héroe de la novela con su madre y su padre, aparecen reflexiones explícitas sobre esa lógica arbitraria. “Hay en esa arbitrariedad un enigma y creo que el dinero sigue siendo hoy una cosa extraordinariamente enigmática. Es algo completamente cotidiano, algo sin lo cual nada podría funcionar, algo que ha adoptado históricamente una cantidad de formas diversas increíble y sin embargo sigue siendo, en cierto sentido, una especie de agujero negro, de punto ciego. Muchas de las preguntas que uno se hace en relación con el dinero son las preguntas que uno hace de niño cuando empieza a percibir el papel que circula entre los adultos. Cómo funciona, por qué a cambio de eso te dan algo que vos querés, de dónde sale ese papel, quién le da el valor que dicen que tiene. Hay algo profundamente enigmático que, lejos de resolverse, se profundiza. La novela es sobre el cash , sobre ¿por qué la cultura económica argentina es la cultura del cash , del cuerpo, de la carne monetaria. La desmaterialización del dinero, que opera en las civilizaciones avanzadas, no ha resuelto el enigma del dinero, por el contrario, lo multiplica”.
A través de la mirada de un chico sobre el dinero, o los ojos de un adulto como el de Historia del llanto que recuerda “el idiota cándido que ya no es, pero con el que ahora no puede sino enternecerse”, Pauls escribe siempre sobre el transcurrir del tiempo, reflexiona sobre la pérdida. En El pasado es evidente desde el título. En Wasabi , el protagonista sufre trances involuntarios en los que su cuerpo y mente se paralizan durante siete minutos y fabrican la ilusión, el hechizo de una interrupción del tiempo y su curso fatal, igual al del dinero, al de la vida.
Pero la trilogía gira alrededor de los años 70.
La idea era que el tiempo fuera un vaivén continuo entre épocas diferentes y llevar eso al extremo. De modo tal que, al principio de una frase, el personaje tuviera cuatro años y cuando terminara, el personaje podía tener treinta y en el medio había pasado por los quince o los sesenta. La idea no era encerrarme en los años 70, nunca tuve la idea de evocar los años 70, odio las novelas de evocación. El tipo de memoria que funciona en las novelas va y viene, que rebota entre épocas. Los años 70 funcionan como una especie de estallido originario, que desencadenan una serie de fantasmas, escenas, obsesiones, que transcurren en épocas diferentes.
¿Pero por qué los 70?
Es una época que empieza en los años 70 y sigue hasta hoy. De hecho yo, que siempre había tenido ganas de escribir sobre los 70, recién me puse a escribir una vez que tuve la evidencia de que los años 70, lejos de ser el pasado argentino eran el presente total de la Argentina; eso pasó hace siete años. Cuando uno dice los años 70, no sabe muy bien si se está refiriendo a una época histórica y por lo tanto históricamente coagulada, objeto de la historiografía y de reflexión o si estamos hablando de una época que todavía no pasó que, en todo caso, tiene retornos fantasmales que la convierten en algo más importante que una cosa que pasó en el pasado.
¿Y eso ocurre con otros momentos históricos?
Sí, uno podría pensar incluso en 2001, 2002, por eso era un poco extraño ver en [la Feria del Libro de] Frankfurt 2010 –donde Argentina fue invitada de honor– que la Argentina, en su presentación oficial, era confinada a los límites de la dictadura militar. Por lo menos llamaba la atención, como si lo único que existiera en el pasado fuera la dictadura y no experiencias igualmente traumáticas como la crisis de 2001-2002. Para mí los 70 no son solamente importantes por el costado histórico, consensual del asunto, sino que, en términos de mi vida personal y sobre todo en mi vida como escritor, son los años en los que todo se constituye. Yo tengo once años en 1970 y veintiuno en 1980, son mis diez años en los que todo se forma y esa era una experiencia que me interesaba revisar. Con qué ideas, con qué tipo de imaginación, con qué acontecimientos y también con qué bajezas uno se forma.
¿El dinero tiene el mismo aura de suciedad que la idea pacata del sexo como algo sucio?
Sí, es literal el dinero, tenés el billete y tenés la plata y tenés eso que hay que tener. No estás esperando nada, nada está diferido, no hay tiempo. Lo genial del cash, lo que lo vuelve irresistible, es que da una satisfacción inmediata, que no está mezclada con tiempo, con suspenso. Eso lo asocio a la pornografía: en la pornografía se va al grano, al punto.
¿Cuál es su relación personal con el dinero?
Tengo una relación un poco psicótica, como la mayoría de la gente. Con el agravante de que soy un escritor o me dedico a escribir y la relación entre dinero y literatura siempre es muy demencial. No tanto como la que hay entre el arte contemporáneo y el dinero, pero bastante extraña. Uno nunca entiende por qué te pagan lo que te pagan. Si yo fuera un escritor que vende 500 mil ejemplares de cada libro, seguramente habría una relación más verosímil. Habría una relación entre el anticipo que me pagan y la cantidad de ejemplares que vendo. En mi caso y en el del 80 % de los escritores, esa relación es una relación muy caprichosa. Siempre me gustó mucho el carácter más lujoso de esa relación, la idea de que la plata que entra por escribir no es una plata que tiene una proporción con lo que escribo, sino que es como un plus, una especie de exceso, de regalo que llega. Y no sólo llega una vez, sino que puede llegar cada año, en una liquidación y es como una plata milagrosa, mágica. Siempre me pareció que el dinero era y debía ser un lujo en relación con la literatura. Apenas uno se pone a escribir un libro (incluso uno por encargo), ese cálculo se vuelve completamente impropio, inadecuado, porque escribir se vuelve lo que es, una experiencia totalmente a pérdida. Sobre todo para mí, que no soy una máquina de escribir ni soy un “escritor profesional” con una agenda pautada por compromisos de entregas. Soy más bien como una especie de pequeño artesano que tiene que estar todo el tiempo cambiando de velocidades, de ritmos. La relación con el dinero siempre es muy misteriosa en la literatura. Siempre oscilo entre sentirme la persona más rica de la Tierra y la persona más pobre, probablemente en esa oscilación esté mi relación con el dinero.
Con “El pasado” le criticaron el rol que le asigna a las mujeres. La madre de “Historia del dinero” podría también valerle críticas.
Bueno, son relaciones de adicción básicamente, ésta es una novela de adictos. Podría reemplazar las escenas de dinero por escenas de droga. Todos los personajes tienen una relación de adicción con el dinero. Como dice el epígrafe de la novela de Franciska Reventlow, “apenas llegue el dinero le aseguro que volveré a ser totalmente normal”; es como una frase de un yonkie : “cuando me des la heroína voy a volver a estabilizarme”. La adicción es una relación que siempre me interesó, no sólo en relación con su objeto más literal, las drogas, sino en todo sentido: la adicción amorosa, al dinero. Me interesa ese punto de dependencia y de extraña lucidez que tienen los adictos respecto de su dependencia. Por supuesto, nunca es suficientemente lúcida como para sacarlos, pero no hay nada más deslumbrante que un adicto hablando de su adicción, es como si lo supiera todo sobre su adicción. Es también el tema de los tres libros: ¿qué hacer con lo que se perdió? Es un temita argentino: ¿qué mierda hacer con lo que se perdió? ¿Qué hacer con el mito de la Argentina que era un país extraordinario, rico, genial, inteligente, europeo? ¿Qué hacer con todo eso? Mucha de esa mitología se hizo pedazos en 2001 y 2002, pero creo que la relación con lo que se pierde es una relación muy en carne viva.
Pauls dejó de dar clases de Letras en la UBA cuando se dio cuenta de que tenía que dedicarse a una carrera académica. Ya se sentía escritor y pensó que si optaba por la calle Puán tendría que entrar en una especie de andarivel, de tubo y “hacer y ambicionar ciertas cosas”. Y se dio cuenta de que no tenía pasta para eso. Eso dice. Y aclara: “También dejé porque ese período genial que hubo entre el 83 y el 89, que fue el tiempo que yo enseñé, fue genial porque fue totalmente experimental para la UBA. Había que reinventar las cátedras, la manera de enseñar, durante esos seis años nadie sabía muy bien qué estaba enseñando, se enseñaba lo que se ignoraba”.
Hace poco dio clases en Princeton, la misma prestigiosa universidad estadounidense donde enseñaba Ricardo Piglia y donde se laureó su admirado Scott Fitzgerald. Un curso para estudiantes era sobre Roberto Bolaño. También brindó un seminario para graduados sobre la vida pública del escritor, la teatralidad del escritor, el modo en que el escritor se pone en escena, en público, en congresos, en mesas redondas o cuando va a la televisión.
¿Usted es consciente de cómo obra en su propia carrera?
No, no soy totalmente consciente de cada una de las intervenciones. Pero soy consciente y creo que en general los escritores son cada vez más conscientes. Creo que es un mal de época, la vida pública no es sólo un escenario sino también un medio para intervenir que forma parte de aquellos con los que dispone un escritor. La idea del escritor que dice, “uy, tengo que dar una mesa redonda, qué digo, qué hago, qué me pongo” es una idea falsa, antigua. Es como la idea del escritor a solas con la página en blanco: es un mito romántico que no existe más. Y los escritores que son totalmente fóbicos a la aparición pública son tan conscientes de eso como los que administran y gestionan su imagen pública como profesionales. Me parece que es un medio, un soporte con el que hay que contar.
Pero también dijo que es “un mal de época”.
Sí, en el sentido de que si me pongo a pensar si son necesarios los escritores para que exista la literatura, pienso que no. Tengo la misma idea que tenía a los siete años cuando pensaba que todos los escritores estaban por definición muertos. Que si había libros, para qué había escritores. El libro era un sustituto del escritor, lo que había dejado en el mundo antes de desaparecer. Me parecía perfectamente coherente y creo que todavía lo pienso. Me parece que la inflación de la figura del escritor en la cultura contemporánea tiene que ver con la necesidad desesperada de convertir a la literatura en algún tipo de acontecimiento para seguir dándole bola. Entonces, si los escritores son borrachos, si se drogan, se casaron con sus hijas o son exploradores, les da un plus, una plusvalía que permite que los diarios digan “bueno, démosle media página a este libro”. En ese sentido digo que es un mal de época.
¿La literatura argentina contemporánea no funciona, a veces, como un club de amigos sin debates ni polémicas por miedo a las críticas?
Ojalá fuera un club de amigos, porque si lo fuera, habría muchos clubes de amigos y podrían pelearse entre ellos. Yo creo que hay una cierta conciencia corporativa, de espíritu de cuerpo, de legión; como los actores, que son personas que defienden la necesidad de la existencia de su profesión y todo el tiempo tienen miedo de lo que los amenaza con extinguirlos. Pero, dicho eso, yo veo a Fernando Vallejo en público y me parece un gran escritor, como cuando leo sus libros. Entonces, no quisiera que Vallejo decidiera un día que ahora sólo será sus libros. Porque tiene una dimensión escénica, performática, artística, muy notable. Y por supuesto, mataría a miles de escritores que se suben a un estrado y no tienen otra cosa que hacer más que balbucear estupideces o contar los viajes que han hecho. Pero me parece que es un terreno en el que se puede ser genial o ser un imbécil, igual que cuando uno escribe. La vida pública, la aparición pública, la dimensión fenoménica del escritor puede ser una cosa extraordinaria o desoladora y deprimente y aburrida, no lo sé. Lo que es evidente es que ya no se puede ignorar eso.
© Guido Carelli, revista Ñ