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Historia del dinero, de Alan Pauls

Periodista:
Juan José Becerra
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Si remontáramos mentalmente la obra de Alan Pauls veríamos con claridad algunos cortes transversales. El más profundo, y quizás el más espectacular, es su salida de una literatura compartimentada que abarcaba varios géneros al mismo tiempo con la condición de que se dieran la espalda. Al modo de la preparación del sukiyaki (el “puchero” japonés), la obra de Pauls se inicia con una etapa de presentación –en la que cada ingrediente reluce crudo e intacto– para configurar más tarde el “objeto mixto”.

 

 

El agente de ese cambio es El pasado (2003), una novela escrita en situación de retiro, del que el propio autor no esperó otra cosa de sí mismo que encenderla para que siguiera escribiéndose sola durante varios años (lo único que le quedó por hacer luego de encenderla fue interrumpirla). Todos los instrumentos utilizados anteriormente por separado en la crítica, la crónica, la entrevista, la novela de pensamiento, el guión cinematográfico y hasta cierta teoría sobre la intimidad expresada en el prólogo de Cómo se escribe el diario íntimo (1996) –de ese “depósito de desechos” que son los días, Pauls toma la “irresponsabilidad” de contarlos y deja la “compulsión”– confluyeron en un campo único que encontró su enorme riqueza en la hibridez de registros, el ensanchamiento del rango emocional de la escritura –que va de la crítica de arte al melodrama y, por lo tanto, de lo frío a lo caliente– y la aspiración de hacer foco en asuntos propios.


Pauls llega a El pasado con una serie de antecedentes que hacen triunfar un cierto laboratorismo formal mediante el uso controlado de sus recursos, que eran muchos. Eran, por así decir, pruebas de riesgo que no podían fallar, y no fallaron. En El pudor del pornógrafo (1984), experimenta con una novela en la que la pornografía es algo que se hace por escrito. En El coloquio (1990), un policial platónico, se da a entender que los hechos son fenómenos que no suceden nunca si no se los puede contar desde adentro (se trata de un policial cuyos protocolos son arrastrados a la inanición). El tercer salto de la carrera hacia El pasado es Wasabi (1994), en la que la experiencia personal se filtra por primera vez en el único valor agregado del arte literario, sobre el cual Pauls tiene un dominio fuera de lo común: la escritura.

 

Pero contra cualquier tipo de inercia El Pasado gira hacia atrás en busca de la vida cotidiana, el capital narrativo que las novelas anteriores parecen codiciar a la distancia. El movimiento de Pauls es en favor de la inmediatez y la intimidad. Es un movimiento de aproximación a lo propio que logra, al margen del éxito editorial y al ascenso de la novela al rubro de clásico contemporáneo, una soltura narrativa que coloca su prosa en la cima de la lengua española. Es lo mejor del proustismo, y también del saerismo, sometido a unas vueltas más de rosca. No se trata de vueltas barrocas –el estilo girando distante alrededor del hecho para distraerse de él o suplantarlo con brillos– sino de perforaciones hondas en la superficie del sentido.

 

Alan Pauls es uno de los pocos escritores capaces de narrar, describir y asociar (los verbos de los que la ficción se sirve para actuar en la lengua) sobre un fondo analítico por el que la escritura nunca deja de hacer la realidad, que es lo contrario a copiarla. Todas las variantes están supeditadas a que la experiencia de narrar esté a la vez supeditada a la experiencia de saber, que a la vez deriva de la experiencia de ver (saber ver: el secreto de la ficción de Pauls).


El segundo corte es la “novela larga” que comenzó con Historia del llanto (2007), siguió con Historia del pelo (2010) y concluye ahora con Historia del dinero. En ella se conserva el carácter extensivo de la prosa, y sus relieves de ensayo poético, pero a la vez se aparta de El pasado, negándose a seguir la línea más clasicista de su obra y, sobre todo, la repetición del éxito seguro. Pauls abandona –digamos que inmediatamente– las formas consolidadas de El pasado y vuelve a experimentar sobre su literatura y sobre sí mismo, como esos científicos que prueban su última fórmula antes que nadie. Historia del dinero se integra a un organismo formado por las dos novelas que la preceden. En los tres casos se intenta descomponer las experiencias sociales en asuntos de individuos. Todo lo que los “temas” (el llanto, el pelo, el dinero) nos ofrecen como hechos sociales es destruido por la relación personal con ellos. La ficción actúa como contrasociología. Su función es negativa y consiste en desmentir generalidades. El llanto no es la moneda del melodrama sino la de la tragedia política; la frivolidad (el peinado, la peluca) no tiene mejor escenario que aquel donde se presenta el terror; y el dinero no es un elemento material sino un fantasma. Los enemigos de las tres historias son el sentido común y la estadística. Tienen un aire de venganza de minorías, por lo que hacen un uso extremo del derecho cultural de decir lo contrario de lo que dicen el ambiente, la historia y lo que últimamente se hace pasar por literatura.

 

Historia del dinero es una novela ideológica si se acepta que la ideología nace de la experiencia y no tiene –no puede tener– pretensiones pedagógicas. Lo que cuenta es una historia materialista que se deshace en el aire. El dinero es un flujo que se escurre. Las situaciones de comedia que giran alrededor del dinero son, sin duda, argentinas. Se mueven a un ritmo inflacionario, lo que subraya el carácter inestable del dinero. ¿Cuánto vale la plata?, parece preguntarse la novela. La respuesta, empujada por la tradición menos realista que marciana de la economía nacional, solicita una respuesta ambivalente: vale todo lo que puede valer y no vale nada. El dinero no puede traducirse a una tabla de cotizaciones, al sube y baja de la bolsa o a una inversión de riesgo. El dinero se mide en líneas de tiempo personal, es decir en vidas. Cada fondo (cada partida) es un universo paralelo e individual desconectado de la economía y de todos los sistemas que esta gobierna. El dinero, para Pauls, es un instrumento romántico y solo se traduce a una tabla de energía personal. Vuela, fluye, se evapora: es tiempo que se va. Arriesgado en un casino, escurriéndose en el reloj de un taxi que viaja a la costa o invertido en una mansión de Punta del Este, el dinero es únicamente algo que se pierde.

 

El niño que se presenta en Historia del llanto, y que ha sido el adulto de Historia del pelo, reaparece en Historia del dinero. Se lo ve más regresivo con su pasado (el lugar del tiempo donde se encuentra toda la literatura de su vida), y padece la misma desgracia de siempre: la de no ser contemporáneo de sí mismo. Ese déficit es la clave de la trilogía. Ser víctima de la actualidad por obra del anacronismo es lo que hace que las historias sean a la vez íntimas y distantes, propias y ajenas –nada más ajeno que referirse a uno como “él”– y que las capas de tiempo se confundan en un tiempo único que todavía no pasó del todo. Porque lo que pasó en términos de capítulos biográficos no pasará nunca si el narrador no descubre las cuerdas invisibles, pero palpables, que movieron los hechos. Ese niño, damnificado de la catástrofe llamada infancia –que solo la puede tener cuando la siente–, ha vuelto al interior de su comedia personal “para saber qué quieren decir las cosas”.

 

© Juan José Becerra, Los Inrocks