La materialidad obscena del dinero
- Periodista:
- Astrid Riehn
- Publicada en:
- Fecha de la publicación:
- País de la publicación:
Un empresario siderúrgico que muere al estrellarse el helicóptero en el que viaja con un maletín repleto de dinero en medio de un conflicto sindical; un padre jugador que salda sus deudas timbeando; las sumas millonarias que piden el ERP, las FAR o Montoneros por sus secuestrados; un proyecto de casa monumental y desquiciado en Punta del Este que licúa una herencia familiar de clase media con sueños de alta: Historia del dinero (Anagrama), la última novela de Alan Pauls, está saturada de plata, de verdes, de palos, de guita, de esos pequeños dioses planchaditos y volátiles alrededor de cuyos caprichosos designios orbita parte de la idiosincrasia argentina desde hace décadas. Y es, además, la novela con que el ganador del premio Herralde por El pasado cierra la ambiciosa trilogía sobre los años '70 que inició con Historia del llanto en 2007 y continuó con Historia del pelo en 2010.
Escrita una vez más en esa tercera persona fuertemente testimonial que caracteriza su literatura y le permite construir lo que él mismo define como una sintaxis "narcótica y ambiental", es difícil no caer en la tentación de confundir al protagonista de la trilogía con una suerte de alter ego de Pauls (Buenos Aires, 1959), quien asegura que haber cursado la adolescencia en una década como los '70, "la última en que la política fue una pasión extrema capaz de arrastrarlo todo", con su primera mitad signada por la efervescencia revolucionaria y la segunda por el yugo militar, fue algo "casi diabólicamente privilegiado".
Sin embargo, así como en Historia del llanto la hipersensibilidad de aquel niño de lágrima fácil que sorprendía a los adultos por su capacidad de escucha permitía reconstruir la educación ideológica y sentimental de una generación y en Historia del pelo la obsesión del protagonista por su cabellera era apenas una excusa para retratar las tensiones de la época –¿cómo llevar con soltura un pelo lacio y rubio, "color cipayo por excelencia", cuando lo que dictaba la época era el morocho o el rulo afro a lo Angela Davis?–, en su última novela Pauls aborda, a través de la historia de una familia obsesionada por el dinero, una cultura económica nacida en los '70 y basada en una doble vida que, asegura, aún sigue viva.
–Siendo una década que en primera instancia remite a lo político, ¿por qué elegiste estas entradas transversales como el llanto, el dinero y el pelo?
–Un poco para rastrear la aparición de lo político en lugares donde no se lo espera. Este proyecto está articulado alrededor de la idea de intimidad y política, dos reinos que en general se considera separados y que a mí me interesaba pensar juntos. Esos tres articuladores me permitieron ligar la historia particular de ese sujeto, su sensibilidad y su experiencia con fuerzas sociales o históricas. Me pensaba a mí mismo como un arqueólogo –un poco psicótico, quizá– que encuentra un fósil de llanto, un fósil de pelo y un fósil de dinero y se propone, a partir de su lectura, desplegar una visión muy parcial de la época y que a la vez esos elementos invadieran completamente la novela. Encontrar lo importante en lo insignificante, lo político en lo íntimo.
–¿Te parece que se habla poco de la dimensión económica de los '70?
–Cuando se habla de los '70 se habla más de política que de economía, no en términos técnicos, sino de imaginario histórico. Como si hubiera sido una época compuesta exclusivamente de fuerzas e ideas políticas. Y para mí hay algo de cierta cultura económica que persiste en la Argentina de hoy que data de los años '70. Al reponer el elemento dinero en los '70, intenté articular esas dos dimensiones y ver hasta qué punto la lucha política y la lucha política radicalizada tenían necesariamente una dimensión económica que no se interroga muy a menudo, salvo para decir, como se dijo durante mucho tiempo: "¿Dónde está la plata del famoso secuestro de los Born?" "¿Dónde está la plata?" es una pregunta muy argentina. También me interesaba reponer el dinero en su materialidad más flagrante, más escandalosa: el dinero cash, efectivo, el billete, el bulto, el toco, porque esa es la dimensión más brutal y obscena del dinero. Para mí, como sujeto, los '70 son años de dos experiencias demenciales; una, la de estar en un país completamente atravesado por la violencia y otra, la de una economía absolutamente irracional, demente, sin reglas, definida por disyunciones que también tenían que ver con el campo político como mercado oficial paralelo: vida oficial, vida clandestina; economía blanca, economía negra; trabajos públicos transparentes y actividad financiera subterránea. Cada uno tenía dos vidas y eso articula mucho las dimensiones política y económica.
–¿Ese imaginario persiste hoy en día?
–Más allá de que las cosas han cambiado mucho creo que aún hay un conjunto de reflejos condicionados que tienen que ver con cierta cultura más o menos imaginaria de la economía que persisten. La coyuntura actual respecto del dólar provoca que esa cultura esté totalmente alerta. Hay una desconfianza total a la relación entre la economía y el tiempo; una relación de fetichismo total con el cash: queremos el billete, el verde. La idea de doble vida: rápidamente se instala una economía oficial y una economía negra no sólo en relación con el dólar, sino en relación con los precios, con el abastecimiento de productos en los supermercados. Hay algo ahí que no ha muerto. Uno puede decir que efectivamente la economía argentina sigue dando los mismos disgustos de hace 30 o 40 años, sin dar seguridades, pero inmediatamente la cultura económica argentina usa los mismos recursos reactivos.
–El dinero que aparece en la novela se emplea siempre irracionalmente, suele tener un origen dudoso, o sorpresivo, nunca es fruto del trabajo...
–No es previsible ni calculable. A mí me interesan los procesos extremos con que el dinero arrastra todo lo que lo rodea, porque en ese funcionamiento patológico encuentro más zonas desconocidas. Es lo mismo que pensaba en relación a la experiencia amorosa en El pasado. Me preguntaban: "¿Por qué el amor enfermo?" Y yo contestaba: "Me parece que decir que el amor en la novela es enfermo es como decir que hay un amor saludable. Te desafío a que me digas de qué amor se puede decir sin mentir que es saludable." Por ejemplo: una escena de celos, que es común en cualquier vínculo amoroso, demuestra que una relación cualunque se puede volver demente a la primera de cambio. La enfermedad de los procesos es interesante porque muestra que en todo proceso, ya sea económico o pasional, la enfermedad no es una excepción, sino que forma parte de su lógica. El dinero es enfermo. Si uno piensa en la burbuja inmobiliaria española... ¿hay algo más demencial que eso? Por eso no me interesaba una novela sobre el funcionamiento sensato y racional del dinero. La buena economía no produce buena ficción, del mismo modo que tampoco me interesa el buen amor para una novela.
–El sexo y el erotismo, que estaban muy presentes en El pasado, están bastante al margen en esta trilogía, incluso habiendo una relación evidente entre sexo y dinero. ¿Por qué?
–En cierto sentido sí y en otro no, porque para mí Historia del dinero tiene una carga de obscenidad importante. En la novela el dinero es siempre material, es la carne de la economía; no hay tarjetas de crédito, cheques, ninguna de las resimbolizaciones del dinero que lo hacen más abstracto. Me interesaba la plata droga, la plata porno. Creo que escribí una especie de novela porno donde las escenas de sexo fueron sustituídas por escenas de dinero. Tenía ganas de que el lector tuviera un efecto de saturación, que esa historia familiar de padres-hijo, matrimonios fracasados, bancarrotas y vidas paralelas estuviera plagada de situaciones de dinero, como si fuera el verdadero idioma de las relaciones entre los personajes. Y algo de eso es un poco sexual en el sentido de una cierta promiscuidad.
–La relación con la política del protagonista de la trilogía parece ser más de observación que de acción. ¿Como intelectual te sentís también más un observador que un hombre de acción?
–Me identifico con esa mirada a la vez curiosa, distante, analítica y fría. Pero también creo que esa mirada es una forma de acción. No creo en la diferencia entre pensar y actuar, como si pensar fuera una especie de especulación vacía, desapegada, indiferente, y actuar fuera realmente participar de algo. Uno puede participar de muchas maneras de las cosas. Sin embargo, el personaje de las novelas sufre un poco ese síndrome de no darse cuenta de que mirar es actuar.
–Además la época proponía otra cosa.
–La época exigía una sola forma de participación. Todas las otras eran consideradas no participaciones. Mirar es actuar en la medida en la que uno o bien mire otra cosa que la que miran todos o mire de otra manera lo que todos miran de una cierta forma. En esos dos sentidos, alguien que mira tiene poder de intervención, incluso radical. En las tres novelas hay muy pocas referencias históricas. Las tres que hay son las más pop de la historia política argentina. Una es la caída de Allende en Chile en Historia del llanto, la otra es el secuestro y ejecución de Aramburu en Historia del pelo y la última el secuestro de los hermanos Born en Historia del dinero. En la primera novela lo que miro es la escena televisiva del bombardeo de La Moneda; en el segundo caso la peluca que usa Arrostito para disfrazarse y en el tercero me pregunto cómo habrán hecho los Montoneros para calcular la cifra que van a pedir por los Born. Entrar a la época por el pelo, el llanto y el dinero es prestarle atención a ciertos pliegues de la foto que no son obvios. Eso es al menos lo que a mí me interesa hacer.
–¿Por qué describís esos tres hechos como pop?
–Porque uno sabe fácilmente de qué habla cuando dice la muerte de Aramburu, la caída de Allende o el secuestro de los Born. Quedaron como coágulos de momentos muy radicales de la historia política de la región. No estoy exhumando acontecimientos que la historia no ha puesto en un primer plano. Preferí mirar enrarecidamente cuestiones que forman parte del álbum de fotos políticas de cualquier argentino.
–¿Cuánto tiene de autobiográfico la trilogía?
–Hay algo muy autobiográfico en el proyecto mismo de las novelas, que es esa idea de reconstruir la formación de mi sensibilidad en los años '70. Después, lo que pasa o no pasa en las novelas va y viene. Lo que más me interesa en términos autobiográficos es esa arqueología y pensar hasta qué punto esa sensibilidad formada al calor (o al frío) de los años '70 está formada por fuerzas totalmente inmundas, abyectas y siniestras y fuerzas absolutamente geniales. Porque en esa sensibilidad en formación confluyen la experiencia aterradora de la dictadura y la experiencia sublime y abyecta de la revolución de principios de los '70.
–La niñez está muy presente en toda la trilogía, pero siempre como un lugar de gran extrañamiento, bastante hostil.
–No creo que la infancia sea un lugar amable, para nada. No tengo ningún fetiche, no me parece que en ella haya encriptado ningún secreto de nada. Es sobre todo la visión de la infancia como un lugar en el que las cosas están ya en carne viva. Me interesa mucho el personaje del niño-adulto, que lo ve todo con una especie de lucidez insoportable, así como la figura del adulto totalmente infantilizado, incapacitado, torpe. Por eso me interesaba que el tiempo en las tres novelas tuviera esta estructura un poco rebotada, de vaivén entre el pasado y el presente, entre la infancia del personaje, su juventud y su adultez; que las novelas nunca se instalaran en ningún lugar del tiempo. En ese sentido son novelas que no revindican el pasado ni la función de la memoria como dos cosas vitales para entender nada en particular. El tipo de memoria que se pone en juego en las tres novelas no es una memoria que va respetuosamente a recordar, sino que va medio con los tapones de punta; es una memoria que se arremanga y se ensucia como si el tiempo no hubiera pasado. No son libros en donde recordar sea estar en paz.
–Tus libros están plagados de observaciones meticulosas. ¿Te importan más los detalles que los hechos en sí?
–Efectivamente los hechos no me interesan porque me parece que son aquello sobre lo que hay rápidamente acuerdo. Me interesa más lo que los hechos dejan picando cuando ya forman parte del pasado, las interpretaciones a que dan lugar, los ecos, las emanaciones, los fenómenos de resonancia que tienen en la percepción, en la memoria. Cómo se archivan esos hechos y cómo se usa ese archivo. Para mí la literatura no es contar una historia.
–¿La atención al detalle es lo que te lleva a cultivar las frases largas, llenas de subordinadas y de bifurcaciones?
–Son novelas muy digresivas, escritas sin ninguna hoja de ruta, que siguen una especie de melodía muy caprichosa, que se van por las ramas todo el tiempo…De hecho, los tres elementos funcionaron como un imán que cada tanto me atraía y me recordaba que debía volver al asunto. Las frases largas son el idioma de esa lógica digresiva, sabés siempre donde empieza una frase pero no dónde termina. Pero incluso cuando se termina, me pregunto: ¿no podemos poner algo más adentro? Para mí siempre hay más lugar en las frases. Y muchas veces trabajo de esa manera, escribo una frase con un fin y luego me doy cuenta de que puedo abrir un espacio interno, que son a la vez nuevas ramas en donde uno se puede perder. Es un equilibrio entre irse por las ramas y volver. Es cierto que desde Wasabi, El pasado, estas tres novelas y La vida descalzo hay algo que se armó en ese sentido. Me interesa mucho esa sintaxis como narcótica, ambiental, que la frase sea un lugar, pero esas cosas están muy ligadas a ciertos proyectos específicos. Pero no por eso creo que la frase larga defina al buen escritor. Ni siquiera sé si yo voy a seguir en esa dirección.
© Astrid Riehn