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Alan Pauls: "Quise recuperar la experiencia económica demencial por la que pasamos"

Periodista:
Hugo Beccacece
Publicada en:
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Casi 500 páginas empleó Alan Pauls para contar la experiencia de la década de 1970 y sus consecuencias en años posteriores. Lo hizo en una trilogía de novelas cortas, Historia del llanto, Historia del pelo y la última, Historia del dinero, que acaba de aparecer. Apenas se menciona esa década, se piensa en la violencia física, en hechos épicos que enfrentaron a guerrilleros y militares, y en ideologías extremistas. Para retratar el período, Pauls evitó el tipo de novela histórica o testimonial centrada en trágicos acontecimientos de gesta relativamente recientes. Enfocó la época de un modo más original y sesgado. Se valió de tres lentes, que él califica de "fetiches": la sensibilidad (las lágrimas), la estética popular (o "capilar") y las peripecias de la economía cotidiana (el dinero). Esos tres fetiches le consintieron el uso del humor para narrar sucesos a menudo dramáticos. Tardó seis años en concluir su proyecto.

 

 

-¿Hubo cambios entre el plan inicial y la realización?


-No. Los tres libros respetaron bastante al pie de la letra las premisas del principio, que eran pocas y sobre todo formales: debían estar escritos en presente, tener una estructura temporal muy flexible, como de rebote, que permitiera ir al pasado y volver de él. Además de presentar un mundo familiar común. El protagonista de las tres novelas debía parecer el mismo, aunque nunca se dijera que lo era. Lo que cambió se relaciona con la escritura misma. Al principio, no tenía ni idea de cuán narrativas iban a ser las tres novelas y, de hecho, son muy distintas entre sí. La primera y la tercera son más digresivas; la del medio es lo que se entiende tradicionalmente por un relato, hay un argumento. Las tres fueron escritas sin hoja de ruta, siguiendo las resonancias que esos fetiches (llanto, pelo, dinero) despertaban en mí.

 

Pauls se interna a lo largo de los tres libros en una realidad que resulta la misma y, sin embargo, muy distinta, por los hilos conductores que utiliza en cada caso.


El padre de la primera novela exhibe a su pequeño hijo como un campeón de la sensibilidad prematura, un genio de la escucha y la comprensión, siempre pronto para llorar: una mezcla precoz de Sigmund Freud y Dakota Fanning. Esa exhibición y exigencia continuas terminan por irritar al hijo y también al lector, que asiste a una especie de abuso sentimental. El padre de la tercera novela es un hombre imprevisible, particularmente desde el punto de vista económico: sólo maneja dinero cash, lo saca de los bolsillos de un modo obsceno, parece nadar en la riqueza y, de pronto, se ve acorralado por vencimientos y acreedores. Sin embargo, el hijo, ya adulto, tiene confianza en él, la suficiente para entregarle su dinero. A medida que se avanza en la narración, el personaje del padre se vuelve cada vez más conmovedor; y el hijo, que ya no llora, ayuda a sus padres en la decadencia inevitable.

 

-¿Por qué confía el protagonista en un padre tan poco confiable?


-Ese padre es confiable como lo es un estafador para moverse en el mundo de la estafa, que es el mundo de la bicicleta financiera argentina; pero al mismo tiempo que el protagonista entrega su dinero cae en un estado de incertidumbre y angustia. Se da cuenta de que el padre, acostumbrado a maniobrar en un mundo oscuro, puede ser arrastrado por el torbellino oscuro de la economía y, de hecho, es de lo que se entera, muchos años más tarde, cuando el padre está moribundo en el hospital. Ese hombre que agoniza había invertido el dinero de su hijo del modo más riesgoso, lo había perdido y, por último, no sólo lo rescata sino que también lo multiplica. Hay una apuesta del hijo a la ilegalidad: el único que sabe actuar en la ilegalidad es el padre.

 

-El libro muestra hasta qué punto la Argentina fue un laboratorio internacional del dinero.


-La idea de este tercer panel de la trilogía fue recuperar la experiencia económica demencial por la que pasamos en el país, una experiencia tan importante en mi memoria como lo fue la experiencia política, cualquiera haya sido la actitud de uno respecto de ese último tema. Así como hubo en la Argentina de los años 70 un laboratorio político demencial, muy extremo, también hubo una cultura económica enloquecida, en la que nos formamos. Mucho después, a partir de 2001, la Argentina se convirtió en un leading case mundial respecto de lo que hay que hacer, de lo que no se debe hacer, y del fracaso de algunas recetas que se pretendía imponer al país y que no funcionaron. Hoy hay ciertos hechos y comportamientos argentinos -el dólar negro o blue, el cepo- que vienen de los años 70. La gente tiene una gran facilidad para pasar de un mundo más o menos legal a otro lleno de dobleces, paralelo. La soltura, la solvencia, con que el argentino enfrenta una situación "nueva", que no es nueva, ya que es repetición de otros acontecimientos, forma parte de nuestra cultura. Hay una desconfianza absoluta en la relación que existe entre el dinero y el tiempo. Nadie confía en otra cosa que no sea el cash, la plata en efectivo. Todo el dinero de la novela es cash. El cash deja afuera el tiempo. En general, las relaciones económicas modernas tienen que ver con el tiempo: el crédito, el cheque, la transferencia. Todo eso sólo merece la desconfianza del argentino.

 

-El protagonista, ya adulto, traiciona en cierto sentido la visión paterna. Recurre, por ejemplo, a una tarjeta para sacar dinero de un banco y comprar precisamente un recuerdo de familia, una postal, encontrada por azar en una librería de viejo.


-Sí, la postal fue enviada muchos años atrás desde España por el abuelo del protagonista a la Argentina. El librero le pide una fortuna al nieto cuando se da cuenta de la importancia que tiene ese recuerdo. El episodio funciona como una especie de fábula porque muestra que no hay ningún dinero en el mundo que pueda comprar ese retazo de pasado.

 

-Una constante de esta última novela, aunque el tema ya aparece en los otros dos paneles, es la arbitraria traducción del valor de las cosas al dinero.


-Esa preocupación aparecía ya en Historia del pelo, cuando se remata un mechón de pelo del Che Guevara en ciento veinte mil dólares. Algo semejante sucede hoy con el arte contemporáneo. Uno se queda perplejo por lo que se paga por una obra de Jeff Koons, de Andy Warhol o de Damien Hirst. La gran creación del arte contemporáneo es haber inventado el mercado de arte contemporáneo. Se ha constituido un mercado paralelo que parece no verse afectado por los cimbronazos de la crisis internacional. La economía mundial se cae y un Jeff Koons vale 33 millones de dólares.

 

En esta novela, hay una especie de destino. El protagonista, al final del libro, hace dos hallazgos. Encuentra los cuadernos de contabilidad del padre que resumen su vida, que son como los diarios de un escritor, porque ese hombre que sólo manejaba cash estaba todo el tiempo pendiente de los números y los anotaba día a día. Los números eran su obsesión. Por otro lado, el protagonista encuentra en el departamento de la madre bolsitas llenas de dinero, de las numerosas variedades de moneda con las que nos manejamos los argentinos en las últimas décadas: pesos moneda nacional, pesos ley 18.188, pesos argentinos, australes, pesos convertibles. O sea, bolsitas con billetes que ya no significan nada, que no valen nada, como los de un millón de pesos. Se podría decir que la madre le lega al hijo su colección de dinero. La única herencia que el hijo recibe son esas dos obras (los cuadernos paternos y las bolsitas maternas) que, en un sentido, tienen mucho valor y, en otro, no valen nada.


-En Historia del llanto, el niño precoz resuelve no llorar más. El protagonista de la última novela no llora, pero satisface una y otra vez los reclamos del padre y de la madre.

 

-No puede dejar de ser hijo. Está preso de un mundo familiar con el que tiene una relación muy ambivalente. Quisiera escapar de él, pero le resulta imposible. En la opacidad de ese personaje hay algo mezquino, superficial, que tiene que ver con la condena de ser sólo un hijo. Está pendiente de lo que hereda o no, de lo que su madre gastó sin pensar en lo que le podría haber legado, de lo que su padre se patinó en las mesas de juego. Está preso en una telaraña que pasa por el dinero. Todo en la novela -el afecto, la pasión, el deseo- está traducido al dinero; también lo está la relación tortuosa con la madre, que se parece a la de un dealer con una adicta. En la madrugada, debe salir para llevarle dinero a la madre, como si fuera un traficante o un taxi boy.


-Siempre se ha hablado de las frases largas y la escritura imbricada de tus novelas. Cuando se termina de leer, lo que prevalece es el ritmo obsesivo de la frase, como si fuera el de una máquina procesadora de la realidad. El lector sabe que, cualquiera sea el tema tratado, todo va a tener ese formato.

 

-Estas novelas son muy musicales. Cuando digo "musicales", quiero decir "sintácticas"; son estructuras que tienen que ver con ritmos, velocidades, continuidades, frecuencias. Se escribieron pensando mucho más en ese tipo de cuestiones que en historias o en contenidos, aun cuando el llanto, el pelo, el dinero son los planetas centrales de ciertas constelaciones, fantasmas que yo sabía que estaban en alguna parte mía y que eran la materia prima con la que iba a escribir, como si estuviera siguiendo cierta melodía, que es la melodía de una frase larga, llena de pliegues internos.


-Algunas de las situaciones más dramáticas e importantes de la novela son introducidas de un modo lateral. El enlace entre una escena y otra es a veces una mera comparación.

 

-El problema de las transiciones es clave para cualquier escritor. Las transiciones no deben ser anticipatorias. Es difícil calibrar por qué debería ser más importante el secuestro de los Born que un pequeño episodio de la vida del protagonista, como cuando la madre firma un seguro de vida de la que él es el beneficiario. Para el personaje, los dos hechos, en el fondo, son lo mismo. ¿Cómo hacen los montoneros para poner determinado precio y no otro a la cabeza de los Born? ¿Por qué la compañía de seguros va a pagar cierta suma de dinero, y no otra, por la vida de la madre del protagonista en caso de que muera? La expresión "costo de vida" en ese momento de la Argentina tenía un sentido muy particular.


-Lo que se narra de modo exhaustivo en la novela sobre el dinero es la experiencia de la clase media.

 

-Me interesa la experiencia del que tiene algo de dinero, más bien la de la clase media alta, la de quien tiene terror de perder lo que ha conseguido. Ese terror es el de quienes tienen un poco.


-El padre del protagonista es un jugador. ¿Qué es el juego en este relato?

 

-El juego no tiene que ver con el éxtasis de ganar o de perderlo todo, sino con el vértigo de crear dinero de la nada, del azar absoluto. Lo básico para el jugador es instalarse en un espacio de ficción total, donde todas las leyes se suspenden, como si fuera una heterotopía, esos espacios dentro de la sociedad donde no rigen las leyes que rigen en los espacios tradicionales, un espacio donde todo es posible. Juan José Saer, que era un jugador y que escribió páginas estupendas sobre el juego, dice que el goce del jugador es el de hacer coincidir en un número, de una manera milagrosa, su deseo con la realidad. Otra cosa importante en el jugador es el goce de la repetición, la compulsión a la repetición, algo que Saer también señala. La repetición es algo irresistible.


-El mecanismo de la repetición puede ser en sí mismo irresistible, pero tampoco es indiferente qué es lo que se repite.

 

-Creo que hay en todo eso cierta lógica de la adicción. Uno puede ser adicto a cualquier cosa, no sólo a las drogas. Alguien que está casado 50 años con una mujer que odia es un adicto. ¿Por qué va a estar casado con esa persona si no es por el goce de la repetición? Esa repetición me garantiza un "subidón" que después va acompañado por un "bajón".


-En esta trilogía, hay elementos muy autobiográficos, sin embargo, no despiertan la curiosidad morbosa del cazador de chimentos que quiere saber si cierto hecho ocurrió en la vida real tal como es contado en las novelas.

 

-No me interesaba el trabajo autobiográfico; lo que buscaba, en cambio, era mostrar la arqueología de mi sensibilidad en la década de 1970. No quería contar lo que le pasaba a Alan Pauls durante el gobierno de Lanusse, sino cómo un tipo que tenía 11 años en 1970 y 21 en 1980 fue formando una sensibilidad erótica, artística e intelectual. Esos diez años, oh casualidad, fueron los más brutales de la historia argentina contemporánea. Mi sensibilidad se formó con lo más abyecto y lo más sublime de esa época: con Piero y el progresismo sentimentaloide, extorsivo, pero también con los psicoanalistas lacanianos y los grandes maestros como Josefina Ludmer y Ricardo Piglia.


-¿Y la violencia de ese período?

 

-En las novelas, la violencia está, más que en hechos de sangre, en el goce que siente el protagonista cuando lee la prensa guerrillera y celebra exultante que hayan hecho volar por el aire al jefe de policía. Yo tenía razones políticas por las que podía pensar que el jefe de policía representaba una función sociopolítica que había que liquidar. Era lógico que a los 13, 14 años, me fascinara la épica de los guerrilleros más que la de los policías o los militares. Leía con fruición los detalles del parte guerrillero de cómo el tipo había saltado por los aires. ¿Qué extraño pendejo era ese que leía con deleite cómo descuartizaban a alguien? Una cosa es el razonamiento político; otra, es qué hago yo con ese goce de groupie de los atentados cuarenta años más tarde. Podés ajustar cuentas con lo que pensabas políticamente en esa época, pero ¿cómo ajustás las cuentas con el modo en que gozabas? Ese goce, en general, lo olvidás. En cambio, ajustás cuentas con el pasado político diciéndote que eras un chico inocente, ingenuo. Creo que mi sensibilidad actual tiene algo de ese goce con el crimen, con liquidar, con suprimir del mapa que, obviamente, está relacionado con la década de 1970. No tengo claridad sobre ese punto, por eso escribo acerca del tema. De la política siempre podés ser inocente; del goce, siempre sos culpable.

 

© Hugo Beccacece, ADN