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Recuerdos de provincia

Periodista:
Tulio Halperín Donghi
Publicada en:
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El proyecto que comienza a dar sus frutos en los dos primeros volúmenes que hoy salen a correr mundo, de los seis que han de integrar la Historia de la provincia de Buenos Aires, publicada por Edhasa y UNIPE, plantea desde el punto de partida problemas que se agravan cuando lo que se somete al juicio del público se propone ser de veras una historia y no una enciclopedia de temas bonaerenses al estilo de esa Gran Enciclopedia Argentina que Diego Abad de Santillán publicó hace ya medio siglo, y que se había propuesto desplegar ante sus lectores “todo lo argentino ordenado alfabéticamente”.

 

Y se agravan aún más cuando esa historia, que arranca aún antes de la aparición del hombre en el Río de la Plata, es la de un sujeto –la provincia de Buenos Aires– nacido en 1820, que a partir de su decapitación sesenta años más tarde ha dado lugar a dos que conviven desde entonces en un equilibrio constantemente cambiante. Muy acertadamente, Juan Manuel Palacio –director de la colección– y sus colaboradores, convencidos de que la presencia de esos problemas ofrece indicios particularmente reveladores acerca de lo que la historia que se proponen explorar tiene de más específico, lejos de buscar eludirlos, han estructurado todo su proyecto a partir de ellos, desde un punto de partida que es preciso buscar en una “noche de los tiempos”, sólo penetrada por la mirada de la geología, hasta alcanzar el presente en un último volumen en cuyo título (‘El gran Buenos Aires’) la megalópolis surgida en torno a la ciudad desgajada de su entorno en 1880 ha sido promovida al papel protagónico.

 

Entre esa noche primigenia en que el tiempo se medía en milenios y un tiempo presente en que la irrupción de cada nueva década está marcada por un cada vez más removedor cambio de escena, la historia de la que se ocupa el primer volumen es desde luego la de esa aceleración cada vez más vertiginosa en el tempo de su narrativa. Pero también la de un proceso en que se hacen cada vez más numerosos los nuevos agentes que a cada paso vemos irrumpir en esa escena. Esa doble aceleración se refleja ya en la primera parte del volumen, dedicada a la historia ambiental, en la que a un primer capítulo que cubre milenios sigue otro consagrado a los primeros tres siglos de la colonización europea y un tercero que apenas excede las fronteras del siglo XX. Y se reflejará de nuevo en la segunda, dedicada al crecimiento demográfico en el largo plazo, en la que a un primer capítulo que se abre en los albores de la conquista española y se cierra en 1870, sigue un segundo cuyo tema son las trece décadas que separan a esa última fecha de la del fin del milenio.

 

Al llegar aquí comienza a vislumbrarse lo que ha permitido a quienes han planeado esta empresa, afrontar con éxito los problemas a los que se ha aludido más arriba. Lo que hace posible entrelazar en una única historia los hilos de las múltiples narrativas, que avanzan en paralelo desde sus muy variados puntos de partida en el tiempo, es que todas ellas convergen en el de llegada, en cuanto han contribuido por igual a preparar lo que es en el presente la provincia de Buenos Aires. Si hasta casi ayer –cuando aún se creía posible leer en filigrana en cualquier presente el horizonte futuro hacia el cual ese presente nos encaminaba– los historiadores podían apoyarse en la compartida visión de ese futuro como en una sólida roca sobre la cual construirían su relato, las convulsiones de los tiempos recientes –al revelarnos que el futuro nunca dejó de ser el secreto de los dioses– nos han enseñado que estamos condenados a construir ese relato sobre el suelo tanto más inestable del momento necesariamente fugaz en que abordamos esa tarea, y a aceptar en consecuencia que lo que así seamos capaces de realizar no ha de sobrevivir al paso del tiempo.

 

Reconocer que así están las cosas puede llevar a deducir de ello que los historiadores tenemos ahora licencia para avanzar sobre el pasado sin más guía que la de nuestra desbridada imaginación creadora, y a quienes no lo son y buscan en ese pasado argumentos para las querellas del presente, a espigar en esas arbitrarias fantasías los que mejor pueden servirles para su propósito. Si esta historia de la Provincia de Buenos Aires viniera a enriquecer aún más la ya demasiado rica cosecha de frutos estériles que debemos a actitudes como ésas no habría nada que celebrar en su aparición. Si lo hay, y mucho, es porque quienes planearon y ejecutan este proyecto se han guiado por criterios puntualmente opuestos; no creen que el cambio en el horizonte temporal desde el cual se vuelven al pasado los exima de aplicar las armas de la crítica, con cuyo auxilio se erigió el entero edificio de la historiografía moderna. Esas armas a las que los historiadores debemos demasiado para abandonarlas en el camino, tal como nos recordó elocuentemente Marc Bloch en su Apología de la historia o el oficio de historiador, en las horas trágicas de la Segunda Guerra Mundial en que el legado de ese esfuerzo de cuatro siglos, con muy poco que lo defendiera, afrontaba una amenaza mortal.

 

Pero si en su origen ese esfuerzo crítico, tal como nos recordaba Bloch usando deliberadamente el lenguaje más cotidiano, se había orientado a rastrear las huellas de la mentira y el error en los testimonios que al investigador le llegan del pasado, la imagen cada vez más rica, pero también más problemática, de la índole del vínculo que éste se esfuerza por establecer entre ese pasado que explora y su propio presente, sin hacer menos indispensable ese rastreo, lo acompaña de un nuevo requisito en cuanto al estímulo que lo lleva a dirigir a ciertos temas y no a otros su mirada retrospectiva, que sólo puede provenir de su experiencia de vivir en ese presente.

 

El historiador individual sabrá si lo ha llenado o no cuando descubra si las experiencias que lo han llevado a encontrar relevantes los temas que explora han sido suficientemente compartidas por sus contemporáneos para que éstos los encuentren también relevantes, y no reciban sus contribuciones con una indiferencia más dolorosa que el más violento de los rechazos. Distinta es la situación cuando se trata de un emprendimiento como el que aquí nos ocupa, que busca desplegar los frutos del esfuerzo colectivo de una cofradía historiadora que intenta justipreciar los periódicos exámenes del “estado de la cuestión” habituales en los distintos campos de nuestra disciplina y que, al examinar las muy diversas cuestiones que han ganado el interés de quienes los cultivan, suelen agregar al balance de lo que se ha ya progresado en su exploración sugerencias acerca de las líneas de avance más adecuadas para continuarla.

 

De eso se trata también en este caso, pero aquí viene a complicar esa tarea la necesidad de dar su lugar en ese examen a la multiplicidad de perspectivas temáticas y problemáticas que se impone tomar en cuenta cuando se quiere hacer plena justicia a una historia como la de la provincia de Buenos Aires, en que tantos hilos diversos se han venido entrelazando. Además de no dejar dudas de que, luego de muchos años dedicados a la exploración del pasado bonaerense, sabe orientarse con rumbo seguro en el abigarrado paisaje de temas y problemas que ha afrontado a lo largo de ellos, Palacio ofrece en el tomo inaugural de la colección el primer testimonio de que quienes han tomado a su cargo dirigir esta ambiciosa empresa estaban de antemano decididos a hacer los esfuerzos necesarios para lograr que quienes desde distintos campos se preparaban a colaborar en ella hubieran internalizado plenamente tanto los supuestos en que ésta se apoyaba como los objetivos que la guiaban.

 

Una propuesta como la de esta Historia combina sin mezclarlas no sólo las perspectivas de varias disciplinas, sino las que se han sucedido en el tiempo en cada una de ellas. Su abordaje recuerda el que Julio Cortázar propuso a los de Rayuela: también aquí el lector tiene entre sus manos un “modelo para armar”, un laberinto para cuya exploración serán sus intereses de estudioso los que han de trazar la carta de ruta.

 

Es ésta en efecto la estrategia adecuada para una historiografía plenamente aclimatada en estos tiempos posmodernos. Más que el éxito con que los organizadores de esta empresa han sabido descubrir oportunidades en sus dificultades, me interesa subrayar lo que lo ha hecho posible: la creación, en la Argentina permanentemente convulsionada de las últimas tres décadas, de esa nueva escuela histórica preparada a abordar con los más eficaces instrumentos de que dispone hoy nuestra disciplina la exploración de una historia nacional. Una que, sin eliminar de su temática la historia de la nación en su hacerse, extiende su mirada hacia más amplios horizontes –guiada por estímulos que le llegan de las experiencias vividas en el presente– abordando por fin esa nueva manera de narrar la historia cuyo surgimiento había prematuramente anunciado hace casi exactamente un siglo la que entonces se presentó al público con ese nombre. Porque no puedo negar que, tras estos balances de los “estados de la cuestión”, me interesa lo que ellos nos dicen acerca del estado de la profesión, que en este tiempo argentino nos autoriza a esperar que no será imposible atravesarlo sin que sufra daños irreparables el patrimonio de destrezas y saberes que contra todas las previsiones logró acumular nuestra cofradía en la etapa que en la Argentina se abrió en 1983.

 

Espero que se perdone a quien a lo largo de esas décadas ha seguido de cerca y de lejos ese siempre contrastado y nunca interrumpido avance contra la corriente, busque en esta Historia de la provincia de Buenos Aires ante todo una imagen fiel de lo logrado a lo largo de estas décadas, y algunas sugestiones acerca de lo que hizo posible ese logro. La imagen en primer término: ya en estos primeros dos volúmenes se refleja nítidamente la incesante ampliación de la agenda historiográfica, en que a las nuevas preguntas sugeridas por las respuestas ya dadas a las originarias, se sumaban otras surgidas de curiosidades retrospectivas suscitadas por experiencias del presente, que incitaban a explorar aspectos de las realidades pasadas antes dejados de lado. Es éste el caso de la historia política, que –ya sea desde una perspectiva social o desde la propia de la que todavía no estaba prohibido llamar historia de las ideas– había sido colocada en el centro de la agenda historiográfica, en medio de las fugaces esperanzas que acompañaron al retorno de la democracia. También el de la historia económica-social, que recogía la herencia más remota de la breve etapa de avances historiográficos cerrada en 1966. En uno y otro campo esos aportes no han sido tan sólo sustancialmente enriquecidos por otros nuevos, sino que, reelaborados a lo largo de ese proceso, encontraron su lugar en una imagen global que, inspirada en estímulos llegados de un presente que en el mundo y también en la Argentina es de vertiginoso y por momentos convulsivo cambio, acerca su foco a las que hace treinta años eran zonas en sombra.

 

Lo logrado con ello se advierte en el segundo volumen, De la conquista a la crisis de 1820. En cuanto a la etapa colonial, no es que la imagen de ésta se haya enriquecido con nuevos datos y perspectivas, ya que en rigor hasta muy recientemente esa imagen era demasiado borrosa para ofrecer siquiera un esbozo que permitiera edificar nada más preciso a partir de ella. Si ocurría así era porque, en cuanto a esa etapa, no interesaba al historiador lo que había sido en sí misma, y seguía siendo vista como una suerte de prehistoria: de la instauración del estado nacional en lo político, de la trasformación de las pampas argentinas en uno de los graneros del mundo en lo económico y social. Y en cuanto a la abierta en 1810, es en cambio la adopción de una perspectiva que aspira a explorar “a ras del suelo” el avance de los procesos de cambio la que está trasformando radicalmente la imagen que la historiografía propone de ellos.

 

Al primero de esos cambios de perspectiva debemos una imagen cada vez más rica de la experiencia vivida en el territorio bonaerense en la etapa colonial. No hay quizá sector de esa experiencia en que ese enriquecimiento haya sido más rápido e intenso que en el de las formas de piedad de las poblaciones urbanas y rurales, que hasta casi ayer no existía como tema para nuestros historiadores, tal como lo refleja aquí acabadamente la contribución de María Elena Barral. Pero ya antes del gran parteaguas de 1810 se hacen sentir los efectos del cambio de perspectiva que gravita con mayor peso aun a partir de entonces, con las consecuencias que despliega Raúl Fradkin en el ensayo introductorio al segundo volumen. Es ésta una historia de continuidades que trascurre por debajo de las discontinuidades, que afectan a quienes ocupan los niveles más altos de la pirámide social y que –intensamente local– avanza en paralelo en comarcas enteras, lo que hace no sólo legítimo, sino casi necesario, que Juan Carlos Garavaglia ofrezca en el primer capítulo de ese segundo tomo una narrativa del paso de Buenos Aires de ciudad a provincia.

 

Pero hay otras continuidades que atraviesan los siglos y los milenios, exploradas en el primer volumen, que marcan una aún más radical mutación en las perspectivas de abordaje a sus temas que las que descubrimos en el segundo. Comenzando por el principio: hace treinta años iniciar una empresa como ésta, con tres capítulos destinados a explorar la historia ambiental de la provincia de Buenos Aires, hubiera sido literalmente impensable. Si hoy parece totalmente acertado, es desde luego porque el descubrimiento de los riesgos a que expone a la humanidad el cada vez más afiebrado ritmo de avance en la explotación de los recursos del planeta, nos hace ver de otra manera el pasado que ha venido a desembocar en este alarmante presente. Y la solvencia con que esa temática nueva es encarada en esos tres capítulos, y en los que les siguen, nos ofrece un testimonio del todo convincente de lo que en estas mismas décadas se ha avanzado también en territorios que limitan –y en parte se superponen– con el del historiador.

 

Llegaría aquí el momento de ofrecer, tal como había anticipado más arriba, “algunas sugestiones acerca de lo que hizo posible ese logro”. Y grande es la tentación de atribuirlo a que, en un país que no ha dejado pasar en vano ninguna de las oportunidades que se le ofrecieron de reiterar los desencuentros que lo han llevado cada vez más cerca de un irreversible derrumbe, nuestra cofradía ha sabido vivir en paz consigo misma, consagrada a llevar adelante un proyecto en que estaban comprometidos todos sus integrantes por igual. Voy a resistirme a ella, sin embargo. En primer lugar porque no recuerdo que las cosas fueran exactamente así. Pero también porque las experiencias acumuladas en los tiempos revueltos en que nos está tocando vivir nos han enseñado a hacer mejor justicia que en el pasado al papel que en la ecuación que opone y liga a virtud y fortuna desempeña esta última. Y ello nos obliga a concluir que fue más bien esa fortuna la que nos ha favorecido, haciendo que lo que para otros fueron círculos viciosos fueran para nosotros círculos virtuosos. O –para decirlo en palabras pobres– que hemos tenido más suerte de lo que advertíamos, a lo que tan sólo queda agregar mi esperanza de que sigamos teniéndola en el futuro.