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Piel y memoria

Periodista:
Dolores Curia
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Mil nueve noventa y dos fue el año que la tuvo como testigo de la muerte de su hermano en una pelea callejera y año en el que Amélie empezó formalmente a convertirse en escritora. Tenía veintiún años. El mismo día en que su vida se volvió un policial ante sus ojos fue el que la volvió prolífica. Así, con sangre, empezó su metamorfosis a escritora bestseller y pluma fetiche del sello independiente Albin Michel. Desde ese momento hasta hoy escribió sin respiro tres horas por día, al ritmo de tres novelas cada 365 días, de las cuales fue publicando una por año. La fiebre de escritora serial se desató con Higiene del asesino, que es autobiográfica porque relata justamente la muerte de ese hermano. “Tomo un montón de champagne, por eso no me importa”, le cuenta a Las 12 sobre cómo soporta su popularidad Fabienne, el verdadero nombre de pila de esta autora que encabeza las listas de las más leídas en Francia y Bélgica.

 

Su maquillaje de actriz de cine mudo y su predilección por los modelos de Yohji Yamamoto le dan aire de personaje de manga o de Yoko Ono gótica trasplantada a Occidente. Su palidez y su teatralidad de personaje de Tim Burton tal vez sean un resabio nostálgico de sus primeros años de vida, los que pasó en Japón. En ese país las niñas y niños son considerados semidioses hasta empezar la escuela. Pero, como sucede con los hijos de los diplomáticos, Amélie tuvo que cambiar nuevamente de patria: se mudó a China con su familia y ese traslado le puso fin a su status divino. Después, vinieron muchos otros domicilios, como Nueva York y Bangladesh. Y a los quince, de vuelta a Bélgica, tierra natal que –dice– jamás será su hogar, aunque hoy reparta sus días entre Bruselas y París. A partir de Bangladesh no paró de adelgazar, ni de callar, ni de leer. India, el país del hambre, le cerró la boca. Devoró nada más que páginas hasta que la balanza llegó a los treinta y pico de kilos. Futura escritora de la digestión que no comía ni hablaba, simplemente miraba con ojos de objeto japonés, manifestando siempre su fascinación con muerte. En Metafísica de los tubos la espera, si es posible, por ahogamiento. Cuenta cómo se cuelga mirando el agua. Cuando era una niña, asmática, muda e inmóvil, se sumergió cada vez que pudo en cualquier estanque lo suficientemente grande como para abrazarla. Una cloaca chupó y casi mató a su padre. Y ella siguió sin querer hablar con nadie. Sólo su abuela conocía el secreto: y a cambio de chocolate blanco, cuando estaban solas, le sacaba alguna palabra. Biografía del hambre es su diario bulimicoanoréxico. En él narra sus ayunos, sus vaciamientos para llenarse de agua en cantidades increíbles, quince litros, por ejemplo. Otros días, se comía el mundo, a escondidas, sin siquiera cerrar la puerta de la heladera. Quería ser bailarina y sus treinta y cinco kilos se lo permitían. Pero su historia con la danza se encontró con el límite de sus propios huesos, que se quebraron para nunca más recuperarse.

 

Japón es para Amélie el lugar de la nostalgia, el paraíso perdido que “me volvió una escritora civilizada, aunque mi niñez todavía me mantenga salvaje”. Escribió Estupor y temblores como radiografía de la sociedad japonesa que le tocó vivir de grande. En ella cuenta su paso por la empresa Yamimoto, donde recibió el trato destinado a quienes no tienen ojos rasgados. Relata las tareas que se le asignaron (aburridas como servir café para ejecutivos sin expresión, o kafkianas como dar vuelta las hojas de los calendarios de todas las oficinas de un edificio de cuarenta y dos pisos).

 

Esté en Japón o donde le toque, lleva décadas llenando cuadernos mientras los demás duermen. Ya sea para concluir una novela de dos páginas (Aspirina, 2001) o para dar el extenso testimonio de una Antichrista (2003), el abc de cómo soportar ser paria (así se sentía llevando la cruz del apellido de un abuelo de ultraderecha en la universidad progresista donde estudió filología). Amélie escribe por la madrugada, sólo prosa y correspondencia (poesía, sólo en las canciones para Robert, la cantante que ha inspirado su novela Diccionario de nombres propios). Escribe a mano sobre papel. No sabe ni quiere averiguar cómo prender una computadora. Aunque trabaja como una máquina, inventó su propio refugio antitécnica. Mantiene un intenso intercambio epistolar con sus lectores (le dedica a eso varias horas del día, todos los días). Con algunos se cartea desde hace más de una década. Recibe unas cuarenta cartas por día que se obliga a responder. Algunos de sus fans enloquecen, como el arquitecto suizo que la buscó sin aliento hasta que la encontró en el registro de la propiedad de Bruselas para preguntarle poca cosa: que cuál es el sentido de la vida.

 

Matar al padre es la novela que por estos días Anagrama sacó a la luz en español. Fue publicada en su idioma original en Francia en el verano de 2011. A cada página, la vulgata psicoanalítica, el vox populi de la tragedia griega, el conflicto creciente y un final que parece anunciado no paran de inflar las expectativas de que todo estalle por los aires. Amélie raciona los tiempos para tensar un hilo que nunca se corta, pero un final que desajusta todo el relato es su marca y no es la excepción en esta novela. En las ediciones francesas Amélie aparece en la portada de casi todos sus libros. En sus obras se le ve literalmente la cara como si se trataran de documentos de identidad. En parte biodramas, en parte autobiografías imaginadas, los libros de Amélie Nothomb hablan siempre de lo mismo: Amélie Nothomb. Sin embargo en Matar al padre no hay más autorrefencia que la del primer capítulo, cuando la escritora aparece como alter ego para dar un puntapié hacia la ficción. Luego vendrá una historia de lealtad y lucha de egos entre un mago consagrado y su joven aprendiz, un triángulo que da rienda al despertar sexual adolescente y una vuelta de tuerca sobre la paternidad por elección.

 

En este libro, a diferencia de los demás, no parece haber nada de autobiográfico, aunque tal vez se nos escapa algún detalle.

–No, no hay nada de autobiográfico en Matar al padre. Sin embargo, sí puedo decir que conozco muy bien el mundo de la magia y a los magos. Tengo amigos magos y amigos de amigos magos. Por eso pasé muchísimas noches con ellos. Observando, espiando y, también, escuchando sus conversaciones. Para este libro me inspiré en esas experiencias y en mi intercambio con ellos. Pero sí es verdad que no me refiero directamente a ningún suceso de mi vida. Tal vez se le podría encontrar una vuelta al tema de la relación con el padre. No se puede decir que haya escrito esta novela pensando en la relación con mi propio padre, una relación que podría llamarse buena aunque distante, pero sí hay un signo de pregunta sobre el lugar del padre. Por otro lado está mi relación con la teoría freudiana. No porque me haya psicoanalizado (nunca lo hice) pero sí he leído mucho a Freud, más como literatura que otra cosa, y me pareció sencillamente hermoso. ¿Cómo podría demarcarse un límite entre la vida y la literatura? En verdad sólo sé una cosa: nada ocurre realmente si no se lo escribe. Lo dijo Virginia Woolf.

 

¿Cuáles le parece que son los puntos en común entre la literatura y la magia, el engaño, el artificio?

–Cuando un texto o libro tiene calidad verdadera es como la magia, es decir, una mentira verdadera y generosa. Pero cuando la literatura y la escritura son deshonestas, estamos más cerca del engaño, suena como si alguien hubiese hecho trampa. En Matar al padre el narrador hace esa distinción entre la magia real y el engaño, la simple trampa de cartas, por ejemplo.

 

El protagonista es una adolescente y el libro se detiene sobre todo en sus 14, 15 y 16 años. Varias veces aparece una reflexión sobre la adolescencia como la edad de la locura, ¿cómo era usted a esa edad?

–A los 15 yo estaba extremadamente loca. Además de no comer casi nada, sólo hablaba en latín. Cuando tenía quince no estaba en el lugar en el que realmente hubiera querido vivir. No quería socializar con nadie. Mi hobby, para que se dé una idea, era traducir textos en griego antiguo. Trataba de leer, escribir y hablar griego antiguo tan bien como el latín. Terminé hablando sólo en latín porque es más corto, más simple, es decir, más hermoso. Me vestía sólo con ropa de prisioneros, porque me sentía una. En mi vida y sobre todo en esa edad consumí muchos hongos mágicos y, cada tanto, LSD. Luego los fui dejando. Creo que lo hice porque es casi complemente imposible sostener un lápiz cuando se está en ese viaje. Sin duda, te hacen un mejor observador pero escribir es imposible.

 

¿Cómo es la rutina de trabajo de alguien que publica una novela por año?

–Me despierto, me siento y escribo absolutamente todos los días. Lo hago sin descanso pero sin negación ni fastidio (por eso es que me puedo saltear el descanso). Trabajo sin parar mientras la mayoría de la gente duerme. Mi momento ideal del día para hacerlo es de las 4 de la mañana hasta las 8 a.m. Escribo únicamente a mano. La gente se sorprende cuando le digo que no poseo una computadora. Nunca usé ni tuve e-mail. Nunca. Recibo y escribo con el antiguo correo en papel. Lo elijo así porque me parece mucho más divertido y porque es una forma de mantener limpia mi cabeza, a otro ritmo, ahorrándome el bombardeo. No sé por qué resulta tan difícil de creer. Si me ponen en frente a una computadora, creo que no sabría qué hacer con ella.

 

¿Qué es lo que más detesta de la literatura francesa y qué es lo que está leyendo en estos momentos?

–Odio la displicencia francesa en todas las épocas y generaciones. Sí me gustan algunos escritores franceses jóvenes como Stephanie Hochet. Tiene treinta y pico ahora pero publica desde sus primeros veinte. Me gusta, me interesa, me gustó Le néant de Léon. Todas sus novelas me gustaron y también la última, que es sobre tatuajes, se llama Sang d’encre (Tinta de sangre). Habla en términos muy concretos de la sangre y la escritura, la piel y la memoria, los trazos y el olvido. Veo en ella un tono más sincero que el de la displicencia de la tradición francesa. Me divierto también con Murakami y ahora estoy leyendo a la gran Yoko Ogawa.

 

© Dolores Curia, Página 12