La trama nupcial
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- Guillermo Belcore
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Dickens nunca pasa de moda. Segundo, en el arte de escribir novelas, el único elemento a juzgar es la panoplia de recursos estéticos que se pone en juego. Por esas dos razones, no desentona una narración ambiciosa cuya apuesta es colocar un espejo -como proponía Stendhal- en el camino de tres chicos universitarios.
La tercera novela de Jeffrey Eugenides (Detroit 1960) es la mejor de todas, han sentenciado algunos críticos estadounidenses. La trama nupcial (Anagrama, 531 páginas) se inspira, como se dijo, en el pasado. Un argumento victoriano, injertado en la Nueva Inglaterra de fines del siglo XX. La heroína tiene dos pretendientes. Se casa con el tipo equivocado y dos semanas después de la boda se da cuenta del error. Aparece el otro pretendiente de la nada y entonces... bueno, no vamos a revelar aquí el final de esta espléndida novela.
Estamos en Providence (Rhode Island), la ciudad de Lovecraft. Estamos en la Universidad de Brown. Estamos en los años de enriquecimiento rápido de Ronald Reagan. Como hoy, los jóvenes pueden denunciar todo lo que no les gusta y pueden permitirse cualquier capricho que les venga en gana. La deconstrucción domina los claustros; se mencionan nombres en razón de su oscuridad. Hay profesores que abrazan la semiótica como una forma de afrontar la crisis de la mediana edad. La sensibilidad general de los chicos es nihilista y pospunk. Hemingway naturalmente, pero tambien Cheever y Updike han caído en desgracia. Pese a todo, se lee a Borges.
En ese caldero burbujeante, nada Madeleine Hanna, una WASP (white, anglosaxon and protestant) de pura cepa. Una chica afortunada, familia extensa y distinguida, dinero antiguo; gente ejemplar, al abrigo de las inclemencias. Vemos aquí la encarnación de la magnifica e imperial clase dirigente estadounidense, supersegura de sí misma. Pero Hanna prefiere nadar contra la corriente. Se gradúa en Letras y Literatura Inglesa; desea convertirse en una victorianista, en una época en que Derrida es lo máximo. Uno no puede sino simpatizar con una heroína que “está feliz con la idea del genio” y que “siente debilidad por aquella entidad cada día más eclipsada: el escritor”. La chica está en guerra (mental) contra aquellos petimetres que “quieren degradar al autor, quieren que un gran libro -esa cosa obtenida con tanto esfuerzo, tan trascendente- sea un texto''. ¡Bien por la chica! (Por cierto, la lucha continua).
En segundo lugar, Hanna se enamora del estudiante de biología Leonard Bankhead, un enorme San Bernardo que sufre un trastorno maníaco-depresivo. El gigante rubio nació en Portland. Es el único de los tres que maduró en una casa donde no le querían, o bien lo querían muy mal. Y acá entramos en el núcleo incandescente del libro: el desamor como una pena fisiológica, como si fuera un trastorno de sangre, la angustia romántica, un concepto traído (¿de los pelos?) de dos siglos atrás.
El tercero en discordia se llama Michael Gramaticus, licenciado en Ciencias de la Religión. Proviene de Detroit, es el alter ego de Eugenides, que por cierto estudió en Brown en los años ochenta. Michael está perdidamente enamorado de Hanna. Lo atrae, además, el misticismo cristiano. Las busquedas espirituales -y su mal de amores- lo lleva a un periplo por tres continentes. Lo seguimos a Francia, Marruecos, Grecia y la India donde ejerce el voluntariado en una congregación de las monjas de la Madre Teresa. Ejerce durante no mucho tiempo, pues una de las ideas fuerza del libro sostiene que esta generación (la de los graduados en 1982) es demasiado egoísta como para dedicarse seriamente a cuidar a un semejante.
Tres mosqueteros
La novela seduce por su rodaje minucioso. Eugenides dedica extensos capítulos a cada uno de los tres mosqueteros. Nunca ahorra detalles, trátese de los órgasmos de Hanna, la lucha denodada de Leonard contra una enfermedad maldita o los sufrimientos de los menesterosos que Michael encuentra, y asiste con la punta de los dedos, en los hospicios de Calcuta.
El perspectivismo es otro de los agrados del libro. Un mismo suceso se narra desde la perspectiva de distintos personajes, método que en el siglo XIX Wilkie Collins llevó a la perfección en La piedra lunar, -¡caray, cuántas referencias decimonónicas hay en este libro!-. Nos salen al paso decenas de caracteres interesantes, como el padre de Hanna, Alton, ex rector universitario, que opina que la homosexualidad no existía hasta el siglo XIX, que es un invento de los alemanes. O esa novia de uno de los amigos de Michael, hija de judíos piadosos, que abraza el feminismo radical de una manera absolutamente acrítica, y suelta un lugar común tras otro.
Eugenides no es un gran estilista, no cuenta con fina agudeza de un Tom Wolfe, otro de los grandes narradores estadounidenses que ha desmenuzado la vida universitaria. Pero Jeffrey es un escritor de cuello azul muy competente. Con mano firme, vilipendia las modas intelectuales de sus años mozos, aunque le tiembla al pulso para criticar a los europeos. No obstante, la erótica de su último libro deviene tanto del interés que suscitan las historias individuales como de las observaciones lucidas de los tres rapaces que protagonizan la trama (el mundo observado desde un punto de vista inteligente). El ingreso a la adultez -ese momento terrible en la vida de cualquier persona- resulta a la postre con
Sostiene un profesor decrépito de Hanna que en el siglo XIX los novelistas tenían un gran tema en el que ocuparse: el matrimonio. “Las grandes epopeyas cantaban la guerra; la novela el casamiento. La generalización del divorcio desbarató el género por completo'', se queja la antigualla. Bien, Eugenides ha intentado complacerlo con una clamorosa trama nupcial.
© Guillermo Belcore, La prensa