El silencio de Pío XII ante el Holocausto
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- Demian Orosz
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¿Hizo algo el papa Pío XII por detener el Holocausto o cuando menos por socorrer a sus víctimas? La pregunta sigue encendiendo debates y pasiones, genera iniciativas editoriales y televisivas, y hasta ha sido capaz de obstaculizar el proceso de canonización de Eugenio Pacelli. A la nutrida lista de libros dedicados a este espinoso tema se acaba de sumar un nuevo título: Los judíos del Papa . El plan secreto del Vaticano para salvar a los judíos de los nazis , surgido de la pluma de Gordon Thomas y editado por Edhasa. El título, que en realidad está dedicado específicamente a los judíos del gueto de Roma, me exime de comentarios respecto de la postura del autor. El libro, de amenísima lectura, aporta datos que vale la pena conocer, pero no está llamado a modificar los términos de un debate que focaliza más bien en los pronunciamientos públicos del Papa.
Como en todo problema histórico, el primer paso para echar algo de luz es dejar de lado cualquier relato de héroes y villanos. Ver en Pío XII al "Papa de Hitler" o al "pastor angélico" no nos va a ayudar mucho que digamos. Los éxitos editoriales que agitan esas imágenes angelicales o demoníacas ofrecen lecturas mucho más accesibles al gran público que las investigaciones históricas serias, pero poco ayudan a avanzar en la comprensión del pasado.
Ciertos autores se han dedicado a desenterrar las innumerables muestras de antijudaísmo católico previas a la masacre para sugerir, e incluso proponer explícitamente, una relación causal entre esa idea y el presunto apoyo al exterminio nazi. Se trata de un argumento sumamente endeble. En primer lugar, el antijudaísmo católico reconocía razones religiosas, no raciales. Se basaba en la tesis del deicidio, es decir, en la supuesta responsabilidad de los judíos en la condena a muerte de Jesucristo. Diferenciarlo del antisemitismo racista de los nazis no es una sutileza, desde que uno y otro conllevan consecuencias prácticas muy diferentes. Los católicos rezaban en la misa del Viernes Santo por la conversión de los "pérfidos judíos"; los nazis creían necesario erradicarlos del mundo en tanto "raza". En un caso, se esperaba su arrepentimiento y conversión; en el otro, no había alternativa a eliminarlos. El catolicismo abandonó completamente la idea del deicidio. El Concilio Vaticano II, en la declaración Nostra Aetate, afirmó que el asesinato de Cristo "no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían ni a los judíos de hoy". Juan Pablo II y Benedicto XVI se ocuparon de ratificar esa posición, para que no quedaran dudas de que es la única que admite actualmente la Iglesia. Hay que agregar que los recelos hacia los judíos no eran patrimonio de los católicos ni de los nazis. El antisemitismo se encontraba ampliamente difundido a fines del siglo XIX, tanto en la derecha como en la izquierda. Amén de las razones religiosas, se acusaba a los judíos de encarnar antivalores sociales como el materialismo y la avaricia. Algunos socialistas veían en ellos la mayor expresión del capitalismo explotador, mientras conservadores y nacionalistas los acusaban de atentar contra la cohesión nacional. En tiempos en que se estaban forjando estados nacionales que tendían a homogeneizar la sociedad, los judíos eran una presencia molesta, una minoría a la que se acusaba de ser refractaria a la integración. Tan difundido estaba ese recelo, que la gran prensa liberal argentina lo enarboló cuando hacia 1890 empezaron a engrosarse los contingentes de judíos inmigrantes. Pero el hecho de que albergaran esas ideas y sentimientos no autoriza a pensar que apoyaron o habrían apoyado el genocidio nazi.
En segundo lugar, conviene distinguir contextos diferentes. Uno es el de los años 30 y otro, muy distinto, el de los primeros 40, con la guerra en marcha. En 1933 la Santa Sede y el Reich alemán firmaron un concordato para regular las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado. En ese momento no era posible adivinar lo que sobrevendría, no solamente para los judíos, sino también para otros grupos que serían perseguidos con creciente ferocidad: de los comunistas a los homosexuales, de los gitanos a los enfermos mentales y a los católicos. Si algo preocupaba a la Santa Sede en 1933 era el avance comunista, y los fascismos ofrecían ponerle freno. Por esa razón, entre otras, algunos católicos simpatizaron con Hitler y Mussolini, y apostaron a depurar a los fascismos de sus ideas anticristianas. Pero con el correr de los años la represión alcanzó también a algunos católicos, por lo que la Santa Sede y el episcopado alemán se vieron en la necesidad de defenderlos como mejor podían. Hacia fines del pontificado de Pío XI (1922-1939), las tensiones se habían acumulado y el Papa se decidió a hablar. En marzo de 1937 publicó la encíclica Mit Brennender Sorge (Con profunda inquietud), en la que condenó la divinización de la raza, del pueblo y del Estado. Además, tras la introducción de las leyes raciales en Italia en 1938, se embarcó en la redacción de una encíclica más explícita contra el racismo y el antisemitismo, pero tras su muerte y el estallido de la guerra, que ocurrieron en ese dramático 1939, el borrador quedó archivado.
Una de las razones que explican esa decisión de su sucesor fue el cambio del contexto político internacional. El Vaticano optó por la neutralidad, por ocupar un espacio superpartes que le dejara libres las manos para mediar entre los bandos y a la vez no comprometiera a los católicos. El nuevo pontífice tenía que actuar en un contexto radicalmente distinto al de su predecesor: ahora cualquier pronunciamiento en relación con el tema de las persecuciones sería interpretado como una toma de posición a favor de los aliados, a los que en 1941 se había sumado, para complicar más las cosas, la Unión Soviética. No olvidemos, además, la particular situación de la Santa Sede en la Italia controlada por los fascistas y sus aliados alemanes. Pero de algo estamos seguros hoy: en Roma tenían perfecta noticia de lo que estaba ocurriendo con los judíos en Alemania, Polonia, Croacia y en otros países ocupados por los nazis, por lo que no cabe alegar ignorancia, como se ha hecho, para justificar el silencio público del Papa. Pío XII eligió callar y actuar puntualmente a favor de algunas de las víctimas de la persecución. De sus esfuerzos en ese sentido dan cuenta numerosos testimonios, a los que el libro de Thomas aporta algunos más. Pero la gran pregunta es si con una encíclica o con otra intervención pública habría podido poner coto a la masacre, o si, por el contrario, sólo habría podido empeorar la situación de las víctimas.
Dejando a salvo las abismales diferencias entre ambas situaciones, en un punto se puede establecer una analogía entre la actitud de Pío XII y la de los obispos argentinos frente a la última dictadura militar. Algunos de ellos no denunciaron las violaciones a los derechos humanos porque apoyaban la "guerra antisubversiva" y aceptaban la explicación oficial de que en toda guerra se cometen "excesos". Otros, por cierto, hablaron abierta y valientemente, pero fueron los menos. Los que creyeron que estaban en el deber de hacerlo atendieron determinados casos y lograron salvar a algunas víctimas. Pero la Conferencia Episcopal como cuerpo no hizo sino declaraciones tibias, como reconoció el mismo episcopado años después en un gesto que lo honra y que no ha sido imitado.
En ambos casos se han evocado la prudencia y la necesidad de evitar males mayores para explicar un silencio que sigue siendo cuestionado. Pero las inequívocas actitudes que frente a las violaciones de los derechos humanos asumieron otras conferencias episcopales, como la chilena o la brasileña, y el reconocimiento mundial que han merecido por ellas, dejan en claro que el camino de la "prudencia" que eligieron los obispos argentinos no era ni el único ni el mejor. Su silencio es más difícil de entender que el de Pío XII.