El hombre que construye máquinas e historias con corazón de papel
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- Juan Pablo Cinelli
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Escribir es siempre cosa seria, no importa si se lo hace para grandes o para chicos. Dibujar también lo es. E ilustrar, que es lo que hace Pablo Bernasconi, todavía mucho más. Quienes conozcan algunos de sus libros sabrán qué tan serio es Bernasconi cuando trabaja en lo suyo. Y quienes no tengan ese gusto seguramente habrán visto sus ilustraciones en cualquiera de los muchos medios gráficos para los que trabaja y ha trabajado este exquisito diseñador devenido en artista. Entre sus publicaciones pueden distinguirse dos ramas no del todo independientes la una de la otra. Por un lado están sus libros para chicos, como El zoológico de Joaquín; El diario del capitán Arsenio y El sueño del capitán Arsenio, o Excesos y exageraciones. En ellos, el texto es tan importante como los collages o esculturas que los ilustran, y entre ambos elementos componen un relato mixto en donde el autor comparte con sus lectores una serie de invenciones complejas e inverosímiles, pero encaradas desde una lógica tan lúdicamente inocente que no deja resquicios para dudar de su imaginativa veracidad. El más reciente de este tipo de trabajos es La verdadera explicación (Sudamericana), un libro que intenta resolver diferentes misterios del mundo en que vivimos, pero partiendo de conceptos y estructuras de pensamiento esperables en un niño, pero nunca en un adulto. Con este método Bernasconi no duda en explicar los dinosaurios, el viento, la risa o la paciencia. Y no por nada ha decidido comenzar el volumen con una cita oportuna que toma prestada de Antoine de Saint–Exupéry, autor de El Principito: "Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones." Lo que se dice un verdadero libro para chicos, pensado como los chicos.
Pero sus libros para adultos no son muy distintos. El mecanismo juguetón del asombro persiste en ellos como una declaración de principios, como prueba irrefutable que no hay madurez capaz de extinguir al niño que cada hombre y mujer llevan dentro como un capricho, para siempre. Aunque tanto Retratos como Bifocal y el recién publicado Finales, todos ellos editados por Edhasa, tengan su origen en disparadores muy de gente grande. Ahí están las frases de personajes famosos de las artes, las ciencias o la historia como excusa para poder crear una serie de retratos tan sorprendentes como precisos, realizados en base a recortes, montajes y superposiciones de los más diversos e inesperados materiales. En el caso de Finales el disparador es todavía más ambicioso: Bernasconi toma los últimos párrafos de casi medio centenar de libros inmortales de la literatura universal, para crear desde ahí una imagen para cada uno de ellos, que funciona como un compendio gráfico y simbólico que abruma por la sencillez con que consigue llegar, como en un haiku, al núcleo de obras sumamente complejas. Desde el Ulises de Joyce a La Biblia, pasando por Kafka, Marguerite Duras, Kerouac, Mary Shelley, Dickens o los argentinos Bioy Casares y Sabato, en todos los casos Bernasconi consigue llegar al hueso de la literatura con sólo evocar esos maravillosos párrafos finales con sus maravillosas invenciones.
Pablo Bernasconi vive en Bariloche desde que era un nene chiquito, pero hoy es un artista tan cautivante como los libros que firma, tan misterioso como esos hipnóticos collages que inventa y que siempre tienen algo de máquina vieja o de autómata abandonado en un altillo. En estas páginas se intentará develar las delicias de algunos de sus misterios. –
¿Cuándo empezaste con esto de recortar y armar con pedacitos de otras cosas todo lo que se te venía a la cabeza, que es tan propio de tu trabajo?
–No es que un día haya empezado, encontrarle a eso un origen en el tiempo es un poco difuso. Pero frente a lo que hago ahora, reconozco y advierto que quizá no encontré en otras herramientas, como el dibujo con lápiz y papel, la pericia suficiente como para generar cosas publicables. Soy un animal de tinta, de los diarios y el papel impreso: a mí siempre me interesó la publicación, el hecho de replicar mi trabajo en un montón de ojos, de encontrar muchos socios para esto que hago. Por eso no elegí al principio un camino dentro de las artes convencionales, como la pintura o el lápiz, o las acuarelas a pesar de que después empecé a usarlas.
–En tu trabajo hay mucho de diseño. –Sí, soy diseñador de formación y eso tampoco es casual, sino una elección tomada para acercarme a ese mundo de la comunicación y la divulgación desde el contenido de la imagen. En la universidad aprendí a encontrar herramientas. La universidad, al menos la Universidad de Buenos Aires, ofrece espacios para esos tipos que por ahí no son tan habilidosos naturalmente con las herramientas clásicas. La UBA te ampara ante eso
. –Ahora es curioso que no te consideres habilidoso, porque tus trabajos involucran una enorme pericia en el manejo de las formas en beneficio de la imaginación.
–Pero veo a otros dibujantes a los que les ponés una hoja y crean. Yo puedo construir cosas, es diferente. Ahora, si me ponés un lápiz y un papel, lo que haga no va a estar mal, pero tampoco voy a hacer nada maravilloso.
–Podés no tener esa pericia en el dibujo que admirás en otros, pero tu trabajo es notable.
–Esa pericia surgió como una especie de contraoferta, que por suerte me ocurrió. Porque esa cuestión de búsqueda con elementos y objetos, que es una mezcla entre escultura y cosa pictórica, surgió como resultado de una búsqueda que comenzó cuando me di cuenta de que dibujando solamente no iba a lograr destacarme ni avanzar de la manera que me interesaba. Y esta forma de trabajar apareció cuando me di cuenta de que no era bueno dibujando. El dibujo parte de los perímetros, necesitás delinear las formas. Con el collage es al revés, comenzás de adentro hacia fuera, del corazón hacia la cáscara. Y en mis trabajos por lo general parto de adentro hacia fuera, que es la forma de construir una máquina: primero hacés el motor y después ves cómo lo encerrás. El collage, la construcción y en general la escultura, parten de algo que va tomando volumen.
–No es casual la comparación con la máquina, porque tus trabajos tienen mucho de construcción mecánica, casi de cyborg, de humanidad mecanizada.
–Sí, algo retro. Mi búsqueda suele tender a los objetos antiguos, rococó o de otras épocas, que exaltaban la belleza por sobre la función. Hoy, si vemos lo que nos rodea, la belleza se resalta pero a partir de su función. El diseño ha llegado al punto de un minimalismo que es vivible, pero que para mí no es bello. Prima la función, lo práctico, la ergonomía. Que era inevitable y no está mal, pero si se va a hablar de objetos bellos, a mí me interesan otro tipo de cosas.
–¿Te gustan los trabajos del director de animación japonés Hayao Miyazaki?–
Y, sí, porque me gustan mucho los cables hacia afuera, la posibilidad de ver el alma de los objetos. Es algo que ya no reconozco. Hoy ves un objeto y no sabés qué es lo que pasa adentro, no tenés idea. Antes, desde los autos a los teléfonos, vos los mirabas, los abrías (algo que yo todavía sigo haciendo), e instintivamente podías saber cómo funcionaban. Si abrís un teléfono viejo, lo ves y sabés como funciona: esto va acá, esto otro acá; si uno esto con esto va a suceder esto otro. Hoy no es así, se ha perdido la capacidad instintiva de aprender cómo funcionan las cosas.
–¿Cómo aplicás a tu trabajo esa facilidad que poseían los objetos viejos de ser deconstruidos?
–Creo que mi escritura tiene mucho que ver con eso, con esa misma cosa metafórica desde donde digo que construyo mis ilustraciones yendo de adentro hacia afuera. En la escritura funciona de la misma forma. No tengo la espontaneidad de escribir y ver qué sucede, sino que escribo sobre algo que conceptualmente tiene que ir construyéndose a medida que lo voy cerrando. En La verdadera explicación pasa mucho, porque justamente es un experimento sobre esa forma de escribir, una apuesta a fundamentar cualquier cosa desde el absurdo. Pero un absurdo que no implica ni ingenuidad ni conceptos deshilachados. Estoy fundamentando y encuentro la razón para que aun siendo absurdo siga siendo lógico. Es muy difícil hacer que el absurdo sea lógico o coherente.
–Un trabajo casi positivista.
–Sí. Un ejercicio que además es muy lindo de hacer y yo lo rescaté de los chicos, porque son los chicos los que funcionan así. No dicen cosas porque sí, sino que hay una forma de pensar la realidad, hay un contenido y una fundamentación.
–La literatura infantil es entonces el canal perfecto para expresarte.
–La elegí por eso. Por eso y por otra cosa: hoy ya está muy difundido el formato de libro-álbum, pero hace 12 años, en Argentina al menos, no era algo tan conocido ni por los libreros ni por los padres. No se entendía muy bien la diferencia entre un libro ilustrado y un libro álbum. Había libros con imágenes, pero no los libros álbum, que consideran a la imagen como un aliado del sentido. No es sólo la imagen como un peón, acá la imagen es protagónica. La imagen es parte fundacional del libro, sucede como una manera de explicitar el contenido, de armar el discurso: es discursivamente importante.
–¿Sentís que tus libros cumplen con esa función de implantar en los chicos la necesidad de buscar explicaciones nuevas para aquello que no entienden?
–Sí, de hecho yo empecé a practicar esa fórmula con mi hijo Franco, que tiene seis años, antes de ni siquiera pensar que iba a hacer un libro en base a eso. Como a él le encanta explicar, entonces nos sentábamos y yo le preguntaba cualquier cosa. Por ejemplo, ¿cómo se hace el vidrio? Y él me decía que se hacía mezclando cuchillos y pintura invisible. Y sí, es perfectamente lógico: el vidrio te corta y es trasparente. ¡Perfecto! Entonces le seguía preguntando y dije: ¡caramba, esto está bien!, porque me respondía a cualquier cosa desde un plano de ingenuidad, pero sumándole imaginación desde una lógica propia. Porque un adulto es lógico frente a su conocimiento, en cambio los chicos son lógicos frente a su imaginación. Y la imaginación suele ser un universo muy lógico, coherente. A partir de ahí empecé a experimentar por mi cuenta, a tratar de explicar los mocos, los dinosaurios, los fantasmas. Y me meto en problemas, porque no apelo a la ignorancia de los chicos, sino que soy consciente de que hoy ellos saben de dinosaurios más que nosotros.
–Frente a todo esto te pregunto: ¿el libro no debería entonces estar firmado por los dos?
–Debería… por eso en la primera página yo agregué esta leyenda: "Para Franco, que me explicó una noche cómo es la cosa." « Un artista entre protones y neutrones
–Imagino que de chico habrás sido uno de esos nenes destructores, que te la pasabas desarmando por curiosidad cada maquinita que te quedara a mano.
–Lo era. Eso también tiene que ver con mi herencia: mis padres son atómicos. Mi papá es atómico y mi mamá es atómica.
–¿Cómo? Suena casi a familia de superhéroes: Los Atómicos.
–Ellos son superhéroes, ¡yo soy el hijo nada más! Son científicos: químicos, ingenieros nucleares. Por supuesto que la herencia que le pueden dejar a un chico un ingeniero mecánico y una química es bastante obvia. Lo que no es obvio es la ramificación de esto hacia las artes. Digo, ahora que te lo cuento, ves mis trabajos y sí, es obvio; pero inclinarme por las artes en la juventud en lugar de hacerlo por lo que podría haber sido mi otro futuro con la ciencia, no lo era tanto. Tardé mucho en darme cuenta de que lo que hacía en mis trabajos tenía una influencia enorme de lo que viví de chico, de las conversaciones de mis viejos con los físicos, que eran desopilantes. Yo iba a buscar a mi mama al RA-6, el reactor nuclear del kilometro 10, donde está el Balseiro. Ella salía de la caja de guantes, de maniobrar elementos radioactivos, y yo tenía que disfrazarme como se disfrazan los que trabajan en el área nuclear.
-Como Homero Simpson.
-Igual. Y yo sería como Bart, vivía todo eso con mucha naturalidad. Uno se hace natural de los ambientes que lo rodean. Y los reactores nucleares y las estructuras de pensamiento que tienen mis viejos para mí eran lo natural. Esa forma de pensamiento de mi viejo, un ingeniero clásico, se ve con claridad en la forma que tengo de construir mis historias. Que las cosas se construyan, pero también que funcionen. Por ejemplo, las máquinas incluidas en los libros de Arsenio funcionan todas.
–Por la forma en que lo expresás parece que te sentís tan investigador como tus viejos.
–Y sí, de hecho todos los libros que hice hasta ahora se los he planteado a la editorial como experimentos, porque me parece que el valor siempre está en lo experimental. Y eso tiene que ver con mis viejos, con la forma que tienen los científicos de plantearse las cosas.
–Supongo que el mundo de la ciencia es un ambiente de creación e imaginación, pero orientado hacia un orden que es diverso de lo artístico.
–La verdad yo no soy científico ni podría serlo, pero siento que en la ciencia hay un valor artístico, aunque esa no es la palabra correcta. Estético, es la palabra: en La verdadera explicación hice una investigación sobre cómo surgían las explicaciones primarias de las cosas. De Aristóteles a Stephen Hawkins, todos los que han tratado de fundamentar cosas que no existían antes de que ellos las pensaran, se propusieron que toda hipótesis para ser probada debe primero ser elegante y después vemos cómo las fundamentamos. Las explicaciones si no son elegantes, están mal.
-Entonces La verdadera explicación vendría a ser el primer libro de pensamiento científico para chicos y, según tu teoría, entrar a la ciencia desde la imaginación tal vez sea la mejor forma de hacerlo.
–Seguro que sí. Aristóteles explicaba la gravedad diciendo que el estado natural de las cosas es el estar apoyados sobre una superficie, y que el hecho de que uno tire un objeto hacia arriba y este caiga tiene que ver con que el objeto “extraña” su lugar de origen. Tiene que volver porque “extraña” estar apoyado. Eso es totalmente erróneo, pero no deja de ser elegante e imaginativo. Si lo pensás, ahí hay algo del concepto de atracción de los cuerpos que después postuló Newton, pero trabajado desde un lugar mucho más ingenuo.