Otra mirada sobre Pío XII y su papel en la Segunda Guerra
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El Papa hizo llegar sus felicitaciones a O'Flaherty ni bien se enteró de que la red de rescate del Vaticano estaba aunando esfuerzos con Delasem y los Padres Palotinos para ayudar a los refugiados. A partir de esa noticia, Pío hizo los arreglos necesarios para que Settimio Sorani instalara oficinas secretas en edificios pertenecientes a la Iglesia en pueblos y ciudades de toda Italia. Las oficinas operaban con el apoyo de los arzobispos de Génova, Turín, Florencia y Milán. Pío XII también ordenó que las cuentas bancarias de las diócesis fueran utilizadas para distribuir el dinero que Delasem recibía de las organizaciones de socorro judías de los Estados Unidos para conseguir documentos y ropa para los fugitivos. Camiones claramente identificados con los colores e insignias del Vaticano abastecían de comida a los conventos y monasterios donde se refugiaban los judíos. Delasem había empezado a enviar pequeños grupos de judíos del otro lado de la frontera, hacia el interior de Suiza. Algunos de los sacerdotes que se habían ofrecido a acompañarlos eran Padres Palotinos. Siempre llevaban consigo documentos con el sello del Vaticano para mostrarles a los policías de frontera que estaban escoltando el regreso a Suiza de peregrinos que habían visitado Roma. Las mujeres iban vestidas de monjas y los niños pasaban por huérfanos de un hogar católico. Si los guardias sospechaban, un sobre con algo de dinero resolvía el contratiempo. Sorani hacía los arreglos para que algunos miembros de la rama suiza de Delasem los esperaran en el pueblo más cercano a la frontera. A partir de allí, organizaban nuevas vidas para los refugiados en el país neutral. Pío XII había enviado un grupo de monjas y sacerdotes a Suiza para que los asistieran.
Muchos de los que esperaban hacer ese viaje eran trasladados primero de un convento a otro. Gisela Birach recordaría luego que "las monjas eran amables, pero esperaban que nosotros imitáramos su ética de trabajo. Teníamos que baldear y encerar los suelos de los pasillos, y nuestros hombres debían trabajar en los campos". [...]
Hacia el fin de la segunda semana de ocupación alemana, Roma parecía haber retomado su vida cotidiana. Los comercios estaban abiertos, los tranvías funcionaban, los niños habían vuelto a la escuela y el mercado negro continuaba vigente. Solamente los periódicos y Radio Roma revelaban la cruenta realidad. Publicaban los nombres de los "comisionados" a quienes el general Stahel había encomendado el gobierno de la ciudad. Todos tenían la orden de denunciar a los comerciantes ilegales del mercado negro para su "ejecución inmediata". Otros delitos pasibles de pena máxima eran divulgar "propaganda" aliada, violar el toque de queda y arrancar los anuncios con que el "Alto Mando Alemán de Italia Meridional" empapelaba las calles. Los médicos y enfermeras debían tramitar sus permisos para circular durante el toque de queda en la Oficina del Ministerio de Guerra que los alemanes habían instalado en el departamento central de policía de Roma. Si los permisos eran espuriamente utilizados para establecer contacto con la Resistencia o para apoyarla de alguna manera, la falta era castigada con la muerte. Todas las mañanas Radio Roma emitía extractos de los discursos más recientes de Hitler. Y el lunes 20 de septiembre anunció que tenía "el gran placer" de confirmar que Su Santidad el Papa había recibido a Kesselring. En los diez minutos que duró la audiencia, Pío XII obtuvo varias concesiones del mariscal de campo: todos los vehículos con patente de la Ciudad del Vaticano -S. C. V.- podrían circular sin problemas por las calles de Roma; en todos los inmuebles extraterritoriales pertenecientes al Vaticano se colocarían placas que dijeran PROPIEDAD DE LA SANTA SEDE en italiano y en alemán, y ninguna autoridad germana podría entrar por la fuerza en ellos; el Ferrocarril Vaticano, que unía la pequeña ciudad papal con Castel Gandolfo, no sería detenido ni requisado; el ejército alemán no cruzaría la raya blanca que marcaba la frontera de la Roma ocupada con el Vaticano.
Tanto L'Osservatore Romano como Radio Vaticano informaron las concesiones obtenidas por Pío XII sin hacer comentarios. Pero Dalla Torre, el editor del periódico, les dijo a los miembros de su staff que "independientemente de sus motivos, los alemanes están intentando hacer amigos con la esperanza de que los ayuden cuando lleguen los aliados". [.]
Pascalina visitó el gueto por primera vez después de varias semanas. Quería ver cómo se las estaban arreglando los judíos. Al verla pasar por la Via del Portico d'Ottavia la gente sonreía y asentía en señal de reconocimiento. "Su presencia nos recordaba que el Papa estaba cerca y nos protegía", recordaría Giorgina Ajo, una prima del doctor Sacerdoti. Otros le dijeron a Pascalina que muchos de los vecinos que se habían escondido estaban regresando a sus casas y ocupando sus lugares en las colas de racionamiento. Un tendero le comentó que la leche escaseaba y que las madres tenían que ir de una lechería a otra y casi siempre volvían a sus casas con las manos vacías y llorando.
De regreso en el Vaticano, Pascalina le dijo al Papa que había que enviar leche de la finca de Castel Gandolfo para los niños del gueto. Pío estuvo de acuerdo.
Desde el escalón más alto de la Basílica, un punto de vista por cierto ventajoso, O'Flaherty vio que un automóvil oficial alemán acababa de estacionar frente a la Plaza de San Pedro. El diligente conductor abrió la puerta del pasajero para que bajara Kappler. El alemán empezó a caminar lentamente siguiendo la raya blanca que dividía el Vaticano de la ciudad de Roma, deteniéndose de tanto en tanto a contemplar las estatuas de los santos que coronaban la columnata de Bernini. Cuando llegó al extremo más alejado de la línea de frontera, Kappler se paró a mirar el Palacio Apostólico. Luego giró sobre sus talones y regresó con paso rápido a la limusina.
O'Flaherty sabía que, a esa hora, el Papa estaría rezando en su capilla privada, donde más de una vez él mismo se había arrodillado sobre un reclinatorio. Sabía que el Sumo Pontífice había incluido automáticamente en sus oraciones al hombre que acababa de echar un amenazante vistazo al Vaticano: Pío XII incluía en sus plegarias a todas las almas de la tierra. Pero eso no bastó para apaciguar la sensación que tuvo al ver alejarse la limusina: O'Flaherty estaba seguro de que en aquel vehículo viajaba un enemigo implacable.