Secretos y pecados
- Periodista:
- Fabiana Scherer
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Fue en una boutique de Bruselas cuando Amélie se reconoció frente al espejo, como si aquel sombrero de copa negro que llevaba en la cabeza la ayudara a encontrarse a sí misma. "Me miré y dije esta soy yo." Tal afirmación cobra peso en la voz de la protagonista, que en un inglés pausado y desde su oficina en París devela su yo en respuesta a la otra voz que se presenta en el teléfono.
Como un personaje digno de Tim Burton, resulta fácil imaginar a Amélie vestida de negro, de pies a cabeza, con el rostro pálido, los ojos delineados y los labios teñidos de rojo, frente a una pila de sobres que esperan ser abiertos y cuyas palabras ruegan por una respuesta de la escritora belga. "Recibo más de 30 cartas por día desde que salió mi primer libro, y de esto hace más de 20 años."
A los dos días de publicada Higiene del asesino (1992) llegó la primera carta. "Me sorprendió, y desde aquel momento agradezco cada sobre. Pero la verdad es que necesitaría dos vidas. Una para escribir novelas y otra para leer y responder cada misiva."
Apenas aprendió a escribir, sus padres la obligaron a garabatear cartas todas las semanas a su abuelo belga. "No sabía qué decirle. Lo inventaba todo." En ese intercambio epistolar, que nació cuando todavía era niña, encontró el motor de una escritura que se entremezcla con la necesidad de una autobiografía ficticia y cuyo ejemplo más literal es su penúltima novela, Una forma de vida, en la que la propia Amélie, "la escritora prehistórica", como se autodenomina, se cartea con un soldado en Irak. "Todo lo escribo a mano, a mi editor le entrego manuscritos. Ni siquiera sé cómo encender una computadora."
-¿Ni siquiera tiene celular?
-Soy una mujer del siglo XIX. La mayoría de las llamadas las hago y las recibo desde esta oficina (en la editorial francesa Albin Michel, al lado del cementerio parisiense de Montparnasse) .
-Claramente, una mujer del siglo XIX. ¿Con o sin corset?
-Sin corset, por supuesto, con ropa negra y cómoda.
Sin importar lo que pase, incluidos los sábados y domingos, escribe a mano de 4 a 8 de la mañana. "Hay días en los que creo que no voy a ser capaz. Pero fluye."
-Quizá se deba al medio litro de té que bebe casi de un trago.
-No hay duda de eso. Tiene que ser un té bien fuerte. Lo bebo y me da la energía para transformarme en una serial writer.
Un cuaderno escolar de hojas cuadriculadas y una lapicera con tinta azul completan el ritual donde los personajes comienzan a hablar, a hablarse. "A hablarme. No los veo, sólo los escucho."
Llena cuadernos unos tras otros con personajes que se abren, con historias que la involucran en primera persona. "Lo mío es una autobiografía ficticia, lo sagrado está bien guardado."
-Pero comparte mucho de sí misma. En varias de sus novelas usted es protagonista, y cuando no lo es, algunos de sus personajes recrean sus propias vivencias.
-Sí, es cierto, doy mucho de mí, pero también soy pudorosa y hay cosas que no las digo, que no las doy.
-¿Existe un límite?
Claro que sí. Los otros son la frontera. No se pueden traicionar secretos, herir a los demás. Uno debe saber dónde detenerse.
Quienes se sumergen en su universo reconocen que no es fácil escapar de él. Nothomb es uno de esos autores que crea adicción y una singular relación con el lector, que parte desde su presencia en las fotos que sirven de tapa de sus propios libros.
-¿Por qué decidió ser la propia imagen de la cubierta de sus libros? ¿Es otra manera de exponerse?
-No creo que sea una manera de exponerse. Lo ideal sería no conocer los rostros de los escritores, pero no es así. Entonces, ¿por qué no publicar las que me parecen aceptables? No soy fotogénica.
Nothomb nació en Kobe, Japón, en 1967. Y buena parte de su infancia y adolescencia la vivió de mudanza en mudanza con su padre diplomático, su madre y dos hermanos. Vivió en China, Nueva York, Laos, Birmania, Bangladesh. Desde 1987 vive entre Bruselas y París. "Acepté mi condición de extranjera; antes sufría por eso, pero ya no."
Una condición que enmarcó en Estupor y temblores, otra de sus novelas biográficas, donde Amélie cuenta su regreso a Japón, a los 20 años, dispuesta a recuperar su infancia, a reencontrarse con su segunda madre, la mujer que la cuidó hasta los 5 años. "Allí descubrí que no era japonesa. Toda mi vida lo había creído y me equivoqué." Con crudeza narra una radiografía de la sociedad japonesa, un sistema que la expulsó al fracaso. "Fue en ese momento en el que pensé en la escritura como una salida. Ya llenaba cuadernos, pero nunca había pensado en publicarlos."
-¿No soñaba con ser escritora?
-No, escribía para no suicidarme, tenía ya diez novelas, pero fue el décimo primero el manuscrito que envié a los editores.
En su adolescencia fue anoréxica, al igual que su hermana Juliette. "Tuve anorexia. Me curé. Mi hermana, no." Aquel no comer se hizo libro en Biografía del hambre: La anorexia me había servido de lección de anatomía. Conocía ese cuerpo que había descompuesto. Ahora se trataba de reconstruirlo. Por extraño que parezca, la escritura contribuyó a que así fuera.
Una curación. Eso fue la escritura para Amélie.
-El placer también lo encontró en la comida, en una galleta típicamente belga...
-Sí, el spéculoos, con su azúcar morena, canela y otras especias. La comí por primera vez en China. Esa fue mi primera experiencia consciente de placer.
-¿El chocolate sigue siendo para usted el alimento perfecto?
-Es el alimento divino, el alimento más próximo a Dios. Un 80 por ciento de mi dieta es de chocolate.
-En sus libros hay una permanente no aceptación del cuerpo.
-La mayoría de la gente no está conforme con su cuerpo; ya Platón lo calificaba de pantalla, de cárcel.
-¿La belleza para usted es cuestión suprema, capaz de provocar dolor?
La belleza es lo que siempre hemos estado buscando. Cuando uno está frente a ella, cuando la encontramos, sabemos que no hay más que decir.
-En Matar al padre , su última novela, se anima a explorar la relación padre-hijo con cierto toque freudiano.
Nunca me psicoanalicé, si es lo que quiere saber, pero sí leí mucho a Freud y claramente está reflejado en el libro. No escribí pensando en mi padre, pero sí me llevó a preguntarme el lugar que ocupa un padre.
Los hijos no reconocidos por sus padres sufren. Pero existe un sufrimiento aún mayor: el de un padre al que su hijo no reconoce, escribió en Matar al padre.
Soñaba con ser Dios, después decidió ser Jesús, pero con el tiempo y aun siendo niña se dio cuenta del exceso de su ambición y se propuso hacerse mártir en la adultez. Quizá por ello no sorprenda que encuentre en Don Quijote, el hidalgo creado por Miguel de Cervantes Saavedra, al héroe absoluto. "Es el alma de todas las causas justas y perdidas."
© Fabiana Scherer, La Nación