El delegado
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Que lo tenía que acompañar a un lugar, me dijo Desiderio, tan escaso de palabras como siempre. Que estuviera a las doce en punto en el barcito de Barrancas de Belgrano. El mediodía era ardiente, el sol encima de nuestras cabezas y el asfalto hirviendo. Cuando lo vi llegar, lo primero que le pregunté fue a dónde íbamos. Contestó que no podía decirme, que no lo acompañase si desconfiaba; tras lo cual cruzó Juramento y encaró hacia la boletería de la estación.
Bajamos en Tigre, yo tenía la respiración contenida por la ansiedad, la boca reseca y los latidos del corazón enloquecidos.
Caminamos. Primero fueron dos cuadras derecho, luego otras tantas a la izquierda para volver a girar a la izquierda, o sea volviendo sobre nuestros pasos. Lo miré. Desiderio hizo un gesto que quería decir “tranquilo, dejame a mí”. Pasamos por una mansión de rejas negras y muros amarillentos, tenía en la entrada una araña dorada con seis lámparas de las que colgaban delicados caireles de cristal.
–Amigo mío el dueño –me dijo Desiderio–. Jacinto, un obrero metalúrgico.
Reímos. Entonces, sin que mediara ningún anuncio, corrió hacia la calle y le hizo señas a un colectivo. Viajamos durante varios minutos, Desiderio tenía la vista al frente, atento como si estuviera conduciendo.
–Allá viene uno, vamos –se paró, fue hacia adelante y le dijo al chofer que bajábamos en la esquina. Ya en la vereda cruzó la calle y paró otro colectivo de la misma línea y opuesta dirección. Ahora viajamos más de media hora. El calor y el traqueteo me dieron sueño, cerré los ojos. Yo también, como Urbino, estaba haciendo algo ilegal, una sensación tibia se instaló en algún lugar de mi interior. Adentro, en el carozo. Porque todos tenemos un carozo.
Cuando al fin bajamos, Desiderio compró cigarrillos en un quiosco. Me di perfecta cuenta de que miraba con insistencia, tres veces por lo menos, hacia ambos lados. Al llegar a la esquina se paró para encender un cigarrillo. ¿No viene nadie?, me preguntó. Miré hacia atrás.
–Así no José, de reojo, sin apuro –me extendió un negro y nos pusimos en marcha–. Mirar como una rutina. ¿Entendés? No como si quisiéramos saber si... –y lo dejó inconcluso por cábala, porque el Desiderio era bastante cabulero.
Doblamos la esquina, la callecita angosta dormía la siesta, arriba los árboles juntaban sus frondas y los escasos rayos del sol apenas pasaban por las rendijas del follaje, abajo un par de perros somnolientos gastaban las primeras horas de la tarde silenciosa. Habríamos caminado unos sesenta metros cuando Desiderio, al terminar una corta pared de ligustrina, sin aviso, abrió una puertecita verde. Entramos en un terreno circundado por altos muros cubiertos por enredaderas, tres árboles, algunas pocas plantas y, al fondo, una casita amarilla encima de pilares de algo más de un metro, techo de chapas verdes y ventanas de madera.
–Esperame acá –dijo.
Me senté en un banco de plaza que estaba bajo la copa de un limonero y encendí un cigarrillo. ¿Dónde estaba y para qué había venido? Me dije que no debía molestarme no saber, que así debía ser la militancia, pero me importunaba, me irritaba, casi me enfurecía hacer de pavote. Tranquilo, José, si es parte del encanto de lo prohibido. Que sí, que no, vino a sacarme de mi disputa un ovejero viejo, de ojos tristes y esperanzas olvidadas, si es que los ovejeros albergan ilusiones. Lamió mi brazo y, sin pedir permiso, subió al banco y se acostó a mi lado, olvidando su cabezota encima de mi muslo. Parecía que nadie estaba dispuesto a pedirme permiso. Lo acaricié, él cerro los ojos y se pasó la lengua por sus finos labios negros. Ambos dormimos custodiados por la sombra grata del limonero.
A los minutos me despertó la voz de Desiderio, me decía que entrase. Subí la escalera de madera y traspuse el dintel de la puerta, adentro sentí el aroma de una salsa cocinándose al fuego y el tintinear de vidrio que denotaba que alguien, en un lugar que aún no se abría a mi vista, estaba poniendo la mesa. Dos pasos y la puerta se cerró detrás de mí. Un breve pasillo y llegué a un ambiente tan amplio como austero.
–Te presento a José –escuché detrás la voz de Desiderio.
La mujer vino hacia mí:
–Alicia –dijo, sonrisa escasa y ojos vivaces.
Sin una palabra, con el gesto mínimo de su mano, Desiderio me indicó que mirase a mi izquierda. Pero yo, cansado de que me guiase sin explicación alguna, seguramente me habré demorado, porque él abrió los ojos reclamando mi atención.
Cuando al fin miré no lo podía creer, estaba delante de John William Cooke.
¿Cómo explicar quién era el Bebe Cooke? No el que todos repiten, ese que Iván puede averiguar sin dificultad con un par de clic desde su habitación. Sino revelar el verdadero.
Y no solo el que yo conocí, sino todos los anteriores. A saber: uno, el hijo del canciller; dos, el diputado rebelde; tres, el desaparecido que seguía tramando a oscuras después del 52; cuatro, el encumbrado, el delegado del General durante la Resistencia; cinco, el invisible que se fue a Cuba; y seis, el que volvió, tan invisible como antes. Todos, cada uno de esos Cooke.
Sería extraordinario, un premio inmerecido a mis años, poder transportarlo. Tomarle la mano, como hice hasta ayer nomás, tan pequeño, tan sangre de mi sangre, y alcanzar de un salto aquel país de tranvías. Ese país donde el futuro se jugaba todos los días, mano a mano, dado a dado, golpe a golpe. Visto desde hoy era un país maravilloso y yo estaba allí, tocando la felicidad sin darme cuenta.
Sé que el viaje es imposible. Pero obligatorio si quiero llegar a donde necesito.
Porque hay algo que hice y algo que no pude hacer, y exijo como el aire que alguien amado lo sepa.
Ni siquiera que perdone, solo que comprenda mi pequeñez –como la del patético mariscal Grouchy–.
Acaso, solamente aspiro a un beso cómplice en la frente.
Nada es casual, no hay gratuidad en que mi relato haya anclado frente a estas orillas de extramuros. No me engaño, sé que ni Iván ni nadie necesita de aquel país. Soy yo, que aun albergo la sospecha, el homeopático anhelo, de que algún día importe.
Que muero por creer que hice bien.
Soy yo, también, el que aceptaría de buen grado haberme equivocado, la certeza de mi pequeñez mediocre, con tal de que mi afán por aquel país con tranvías no fuese el espejismo de su agonía.
–Abu, ¿quién era Cooke?
5
Al final se lo digo. Los seis, uno tras otro. El hijo del canciller, el diputado rebelde, el desaparecido, el delegado del General, el invisible que se fue y el invisible que volvió. Del país poco, sí que había tranvías, nada más. Ruth lo llama desde abajo, dice que tiene que irse, que es tarde, que la madre lo espera. Él abre la puerta, serio, los ojos brillosos, la frente despejada. Sin palabras. Escucho sus pasos alejándose por la escalera.
Me paro, necesito un whisky con desesperación.
Johnnie, sin hielo, pasa por mi garganta, recuerdo a mi padre, recuerdo a Urbino, y el alcohol cura mis humores.
La carta
1 - Unas tercas anginas han mantenido en cama a Iván. Aunque he estado al tanto de su salud, no he ido a verlo. Sé que con su primera mirada descubriré cuánto de la última conversación ha fondeado en su alma. Es mejor que no vaya, me dije; es mejor esperar, me recomendé. Y aquí estoy, gastando la espera, aguardando que se ponga bien.
Lo vi pocas veces al Bebe Cooke. Tenía la inteligencia más aguda que yo había conocido unida a una voluntad insobornable.
Metales escasos, aleación extraña la suya. Cooke ya era entonces el maldito de lo maldito.
Recuerdo que la primera vez que me dejaron ir solo a aquella casa, todo un acto de confianza hacia mí, me contó la historia de cuando lo quisieron matar por traidor.
–Fue Lala Marín –me dijo, mientras encendía un cigarrillo–. ¿La conocés? Una militante de la primera hora, mujer de armas tomar Lala. Cuando el General resolvió que debíamos votar a Frondizi, se apareció en mi casa convencida de que la orden era falsa. Yo acababa de bañarme cuando escuché sus alaridos, Lala abrió la puerta del baño revólver en mano, al grito de “gordo hijo de puta” y apuntó a mi frente. “¿Qué hacés? Pará Lala”, le pregunté, mientras me cercioraba de que la toalla cubriera mis partes. “Gordo hijo de puta, lo traicionaste a Perón.” Me contestó, hirviendo de odio. Yo, para protegerme, me metí de un salto en la bañera mientras le gritaba con todo lo que me daba la voz: “No, Lala, esperá que te explique. Dejá que te muestre las instrucciones del General, tengo la orden escrita de su puño y letra”.