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De triunfos y derrotas

Periodista:
Rogelio Demarchi
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El golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 cierra un ciclo iniciado con el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930. Entre ambos extremos se ubican los golpes de 1943, 1955, 1962 y 1966. A todos ellos se los llamó “revolución”, salvo al último, ya que por entonces la palabra “revolución” había sido tomada por la izquierda para marcar su horizonte ideológico, de modo que los militares se conformaron con calificarlo como “Proceso de Reorganización Nacional”. Pero de a poco, sin prisa pero sin pausa, otro nombre se impuso y pasó a la historia: dictadura, término que, una vez instalado en la sociedad, la política y las ciencias sociales, sirvió para redefinir retrospectivamente todos aquellos otros golpes de Estado.

Por eso es que Alejandro Horowicz puede usar un plural para titular su nuevo libro: Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional (Edhasa, 2012), un ensayo que trata de responder una pregunta vital, ¿en qué se parecen y en qué se diferencian aquellos golpes?

Lo primero que hay que entender es que ese pequeño conjunto configura un ciclo que tiene principio y fin: fueron los únicos golpes exitosos, y si por fuera de esas fechas límite fracasaron, en ese periodo de casi 50 años tiene que haber una serie de elementos que permitan comprender qué los hizo posibles. El problema, advierte Horowicz, es que “la puesta en escena de cada golpe no es idéntica”. Veamos.

“El de 1930 contuvo una intervención militar mínima –sólo los cadetes del Liceo– al tiempo que la participación de los partidos de oposición a la UCR resultó decisiva”. En 1943, “por el contrario, los partidos no jugaron inicialmente ningún papel protagónico”. En 1955, “una aguda crisis política se transformó en militar, y la militar en golpe programático –la Revolución Libertadora– donde los partidos de oposición cogobernaron con el cuadro de oficiales”. 1962 y 1966 serían “los corolarios obligados de 1955, y así se explica que los oficiales superiores deliberaran semi públicamente”, deliberación que “construyó, cristalizó, transformó alineamientos relativamente fluidos en estables al interior del Ejército –azules y colorados–”, diferendo que se saldó, en principio, a favor del sector azul. (Dicho rápidamente, los azules pensaban en un peronismo sin Perón, mientras que los colorados estaban a favor de su erradicación total de la vida política.) El año 1976 vino a poner el punto final a esa diferencia “mediante una aplastante victoria colorada”.

Y esta dictadura, razona Horowicz, entre 1976 y 1980, “cumplió cabalmente su programa económico, político (destrucción física, moral e intelectual de toda la oposición dinámica) y social (debilitamiento y quiebra del bloque jacobino forjado entre 1969 y 1973)”. Y si después de esa fecha comenzó a caer, sus valores, a pesar de todo, perduraron e hicieron posible el “cambio de mentalidad” desde el cual se gestó el período democrático abierto en 1983 –“la democracia de la derrota”–, que no representa un corte definitivo con el ciclo anterior, pero que elimina la alternativa del golpe como solución de las crisis políticas.