“La literatura nos permite discutir cuestiones políticas”
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- Silvina Friera
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La decisión de cambiar de un modo radical es el gran tema de la vida y de la literatura. “¿No es notable que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? –se pregunta Emilio Renzi en El camino de Ida (Anagrama), cuando conecta parte de los cabos sueltos de un enigma político–. No era la realidad la que permitía comprender una novela, era la novela la que daba a entender una realidad que durante años había sido incomprensible.” Sí, es notable, asentirán los lectores de esta nueva maravilla de Ricardo Piglia. Y en más de un sentido. Una frase, una idea, un pensamiento pueden asumir la forma de un dardo semántico que atraviesa a un puñado de generaciones. “El problema perpetuo es cómo ligar el pensamiento a la acción”, le dice Thomas Munk, brillante ex alumno de Harvard y ex profesor de matemáticas en Berkeley –inspirado en el famoso Unabomber– a un Renzi fascinado, como muchos, con esa especie de “héroe norteamericano”, un individuo educado y de gran relieve académico que puso en jaque al FBI con sus cartas bomba.
Después de quince años de enseñar en Princeton, Piglia está de vuelta definitivamente en Buenos Aires. Y regresa a la ficción con una novela muy argentina. Aunque transcurra en Estados Unidos. Luego de la separación de su segunda mujer, Renzi se instala en Nueva Yersey para impartir un seminario en una prestigiosa universidad sobre los años argentinos de W. H. Hudson, invitado por Ida Brown, una intelectual de la academia norteamericana de armas tomar. De esas que pasan a la acción en el plano sentimental y político. Varias bombas estallarán en el camino: la del romance clandestino con Ida y su trágica e inesperada muerte. Y la conexión con Thomas Munk, el autor de una serie de atentados contra la matemática y las ciencias. “Bienvenido al cementerio donde vienen a morir los escritores”, lo recibe Ida a Renzi en uno de esos campus pacíficos y elegantes, “pensados para dejar afuera la experiencia y las pasiones”. Aunque por debajo corran “olas de cólera subterráneas, la terrible violencia de los hombres educados”. El escritor subraya en la entrevista con Página/12 que el mundo académico norteamericano está pensado como un lugar donde es necesario mantener aparte la experiencia. “Este pensamiento, en el campo de las ciencias sociales y la literatura, es muy peligroso porque es al revés: el pensamiento funciona si estás ligado al mundo que estás estudiando.”
–Ida postula que pelear y pensar son dos verbos que van juntos. Pero en el mundo académico, pelear estaría más bien anulado, en tanto corresponde al campo de la experiencia...
–Hay mucha pelea por la carrera, mucho conflicto, pero Ida plantea lo de pelear en un sentido argentino. Freud asociaba la inteligencia con la agresividad. Sólo la agresividad permitía desarrollar un instrumento tan extraño como la inteligencia. Es decir que hay algo agresivo en el pensamiento. Querer controlar esa agresividad es propio del mundo liberal, donde consideran que la gente que piensa bien es la gente que dice cosas en voz baja. El pensamiento como polémica, como debate, está en la tradición filosófica. Es un elemento básico de la posibilidad de pensar; siempre se piensa contra otro. Todas estas cosas están condensadas en las ideas de Ida: cómo puede ser que esta gente que está en la universidad norteamericana sea tan radical, tenga pensamientos políticos tan radicalizados, como los tienen, y nunca hagan nada. Están metidos en cosas bien radicales; pero después vuelven a las casas y le dicen a la mexicana que está limpiando que por favor limpie mejor.
–“Les haría falta un poco de peronismo a los Estados Unidos –dice Renzi en un momento de la novela– para bajar la estadística de asesinatos masivos realizados por individuos que se rebelan ante injusticias de la sociedad.” Esto que parece un “chiste” es para tomarlo en serio, ¿no?
–Sí, me parece lo más serio de la novela (risas). Si vamos con Mauricio Macri, vamos a tener muchos asesinatos masivos. La sociedad norteamericana condensa los conflictos políticos en un solo individuo que hace él solo algo que en otros lugares se puede negociar y manejar en situaciones diversas. Si uno mira la sucesión de crímenes que se cometen, son todos de un contenido político directo, aunque se diga que los cometen psicóticos. Son tipos que evidentemente tienen una sensación de opresión social. Lo del peronismo es un chiste, pero tiene mucha verdad para mí. Renzi aterriza como visiting professor y lo que hace es mirar, casi con una mirada de antropólogo, desde afuera.
–¿Renzi intenta emular un tipo de mirada a lo Hudson?
–Un poco sí. La mirada de Hudson es una gran mirada de narrador porque es un antropólogo, un viajero y al mismo tiempo escribe una autobiografía. Es como Joseph Conrad. Tolstoi y Hudson aparecen como referencias porque son antecedentes de toda la cuestión ecológica actual. Son los primeros que tomaron la decisión de oponerse al capitalismo y a la industria.
–Nina Andropova, la vecina rusa de Renzi, advierte que un discípulo de Tolstoi es Wittgenstein: “Lo que no se puede decir no se dice”. ¿Coincide?
–Es así. Wittgenstein encontró una vez por azar un libro de Tolstoi y eso le produjo un efecto extraordinario. No porque yo esté de acuerdo con el pacifismo generalizado y volver a la comuna campesina, pero me doy cuenta de la importancia que tiene Tolstoi en las discusiones del siglo XX. Es el primer escritor comprometido, el primero que dice que hay que dejar de escribir y dedicarse a estar junto con las clases populares. Nina lo dice en un momento de la novela: Tolstoi es el primero que intenta construir una hipótesis contra la violencia revolucionaria. La literatura siempre nos permite discutir cuestiones que son políticas.
La excéntrica vecina rusa de Renzi está levemente inspirada en la gran escritora rusa Nina Berberova. La Nina –made in Piglia– no tiene desperdicio. “La tendencia del idioma ruso a la expresión mística –explica en una de las charlas con Renzi– era un tipo de imperfección ontológica que no aparecía en otras lenguas indoeuropeas. El problema esencial era que no había términos en ruso para la tipología de los pensamientos y sentimientos occidentales. Todo es pasional y extremo. No se pude decir buenas tardes sin que suene una amenaza.” Nina cuenta que dejó París en 1950 porque “no soportaba el clima de la izquierda francesa después de la Liberación, con Sartre, Aragon y otros sátrapas que defendían la represión en Rusia con la hipótesis de que los viejos bolcheviques habían estado objetivamente al servicio del enemigo más allá de sus intenciones”. Piglia comparte el cuestionamiento de Nina sobre el Saint Genet de Sartre. “En ese libro de defensa del escritor homosexual está esa idea terrible de que Bujarin, un tipo extraordinario, era un contrarrevolucionario y que Stalin tenía razón. Ahí está el problema de la ceguera de la izquierda y las cuestiones que tenemos que asumir y discutir. La represión ha terminado por ser un punto de partida para liquidar cualquier reflexión sobre las grandes tradiciones. Es un tema que no debemos eludir. Me parecía importante que lo planteara el personaje de Nina, una viejita que sigue creyendo en la revolución a su manera. Ella dice, en un momento, que no puede ser reformista.”
–Es difícil que la palabra reformista pierda su carga negativa.
–Sí. Pero la situación política ahora es típica del reformismo y la miramos con simpatía. Y tiene todos los problemas que tiene el reformismo. Más allá de todo lo que se diga de los ’70, en realidad es un intento reformista de ver si se pueden mejorar las cosas. Que eso es el peronismo, ¿no? El peronismo es el intento de ver si se puede hacer algo profundo reformista. Todos los que se ilusionaban pensando que Perón era Mao estaban equivocados. Leían mal el peronismo. El peronismo sirve muy bien para ponerle límites al pensamiento conservador y para negociar con los sectores concentrados de la economía y tratar de hacer reformas que beneficien en lo posible a las clases populares. No le podés pedir al peronismo que sea revolucionario, como le piden algunos.
–El camino de Ida es optimista respecto de la ficción. ¿El postulado último de la novela sería apostar por la ficción?
–Una razón por la cual escribí el libro es porque el personaje de Thomas Munk, que en realidad es Unabomber, hizo eso con la novela de Conrad. Leyó El agente secreto sin ironía y tomó el personaje que se llama El Profesor en la novela como modelo de acción. El profesor de Conrad abandonó su carrera académica y Unabomber hizo lo mismo. Lo que es verdadero es que el tipo se inspiró en la novela de Conrad con la idea de que había que atacar a los científicos.
–Esto, en la novela, parece una invención suya.
–¡Ojalá hubiera sido un invento mío! (risas). Estas cosas son muy difíciles de inventar. Lo que inventé es que Ida lo descubre leyendo la novela de Conrad. Y los subrayados de ella, que es la manera por la que Renzi puede establecer la conexión.
–Es parecido al cuento de Walsh “Las pruebas de imprenta”, ¿no?
–Claro, puse la página de la novela de Conrad para que se viera que efectivamente lo que está diciendo Renzi está en la novela de Conrad. Eso me pareció extraordinario porque es el Quijote. Unabomber tomó la ficción como modelo para hacer cosas en la realidad. Hizo lo que hizo el personaje de Conrad: se retira, se aísla y dice: “Voy a hacer atentados contra la ciencia”. La otra cosa que tomé que es real es que el FBI lo persigue durante 25 años y no lo puede encontrar; usa la mayor cantidad de dinero que se puede usar para perseguir a alguien y al final lo delata el hermano.
–El tema de la traición.
–Dostoievski, ¿no? Me pareció extraordinario que el tipo terminara en una especie de escena a la Karamazov y que todo el aparato político que lo estaba persiguiendo no lo pudiera encontrar. No lo hubieran encontrado jamás si el hermano no lo delataba.
En El camino de Ida, Renzi viaja a California para entrevistar a Thomas Munk. “Lo que más trabajo me dio fue hacerlo hablar a Unabomber –reconoce Piglia–. Yo tengo la fantasía de que todas mis novelas son distintas, pero todas van a parar a una conversación final, ahora me doy cuenta. En Respiración artificial van a hablar con Tardewski; en Blanco Nocturno va a hablar con Luca. Me gusta que la novela tenga un viaje, que todos los enigmas que puede haber en la historia que se está contando vayan a parar a una conversación en la que no se descifra nada.”
–Lo significativo de Unabomber es que es hijo de la academia norteamericana, ¿no?
–Sí. Esto desmiente la hipótesis de nuestro querido Enzensberger del terrorista como “perdedor radical”. Unabomber no era un perdedor radical. El tipo era una estrella del mundo académico que podía haber llegado adonde se le diera la gana. Estados Unidos está lleno de violencia; ellos miran la violencia de afuera y dicen: “qué violentos son todos los que nos rodean”. Un país imperialista, primero que nada, explota a su propio pueblo, para decirlo con la vieja terminología. No confundo la gran cultura norteamericana con la política del Estado norteamericano. Yo me formé con la cultura norteamericana.
–Esa admiración que siente hacia la cultura norteamericana está puesta en el personaje de Ida, que bien podría ser una militante argentina de la década del ’70.
–Como tantas argentinas extraordinarias. Yo estoy muy enojado con la mirada moralizada que se hace de las experiencias de militancia. Eran decisiones que no se tomaban por comodidad ni ventaja personal, aunque estuvieran llenas de errores políticos. Un escritor no puede dejar de ver ahí un momento muy interesante de la experiencia. La memoria se nos ha convertido –y eso es mérito de las Madres– en una recomposición de la verdad de esa situación. Y sobre todo de la verdad del elemento doloroso y atroz del terrorismo de Estado. Yo estoy defendiendo un poco la nostalgia; por eso la cita del poema de Edgar Bayley: “Es infinita esta riqueza abandonada”. Junto a la tensión entre memoria y olvido, tenemos que empezar a poner algo que llamo nostalgia, porque me gusta mucho Fitzgerald y esa idea de qué bien que estuvo aquello en aquel momento. Lo llamo nostalgia porque es una palabra que no tiene prestigio. Ver el pasado como algo que tuvo cuestiones valiosas. No solamente como aquello que debemos mantener vivo, porque hay un dolor que no podemos permitir que se olvide, que es una cosa tan legítima, ¿no?
© Silvina Friera, Página 12