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La "democracia de la derrota"

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La voluntad de construir una patria capaz de satisfacer las exigencias materiales y morales de los años setenta, la patria socialista, fue derrotada: militar, política e ideológicamente derrotada. Primero aquí, después en todo el mundo. No pudimos rehacer ni la voluntad ni la patria. La locomotora de la historia descarriló con esa brutalidad tan propia del siglo XX. Nos fuimos enterando paso a paso, pero la caída del muro de Berlín clausuró definitivamente un ciclo histórico iniciado en 1945 tras la derrota del nazismo.

Antes, en 1973, una simplificación formidable facilitó nuestro irrefrenable optimismo: los antagonistas de nuestro enemigo, el gobierno del general Alejandro Agustín Lanusse, eran nuestros amigos. El resultado de esas elecciones potenció el equívoco. Como el programa de la Confederación General Económica (CGE) era transversal –lo compartían con leves variantes la Unión Cívica Radical (UCR) y el Partido Intransigente (PI)–, el gobierno de Héctor J. Cámpora pasaba por contar con el 80% del electorado. Dado que la compacta mayoría se apretujaba entre los pliegues de sus banderas, gobierno y programa resultaban prácticamente imbatibles. La ilusión duró 43 días. El gobierno de Cámpora no sobrevivió, y el programa quedó ¿transitoriamente? en suspenso. Tanto la debilidad histórica de esa mayoría como el diseño de la democracia liberal (especialmente construida para impedir satisfacer la necesidad y la mayoría) no son precisamente una novedad. Sostuvo un teórico tan calmo como Lucio Colletti: “La democracia burguesa, la democracia liberal, es el poder de la minoría contra la mayoría, de la parte contra el todo, de los pocos contra el pueblo”. De modo que la transversalidad programática no alcanzó principio político de ejecución, no construyó una suerte de política unificada. Y a la hora de la verdad, el 20 de junio, Ezeiza pesó más que mil programas.

Entendimos mal, nuestro deseo nos jugó una mala pasada y pagamos caro nuestro error. Pero no nos volvamos a confundir, la sociedad argentina lo pagó –todavía lo sigue pagando– mucho más caro aún, y este libro es de algún modo el sentido de ese precio exorbitante.
Quiero evitar equívocos. Esta es una historia relatada desde una perspectiva absolutamente personal; por personal no entiendo el relato de mi peripecia, sino el ángulo de mira, la tronera desde la que pongo en foco este análisis. Así es como en este caso lo personal se vuelve significativo, por la naturaleza intercambiable de esas experiencias. No exijo para mi trabajo la tranquila “objetividad” del académico, según las oportunas recomendaciones “metodológicas” de Max Weber, ni creo que por no fingir tal cosa deba escribir sin rigor. Ni escondo mis sentimientos ni trampeo la data, sostengo que una de las patologías más severas que padece la sociedad argentina surge de rechazar nuestro obligado punto de partida: el propio e intransferible dolor. O transformamos esa laceración en territorio para elaborar un nuevo camino o sencillamente no hay modo.

¿Una afirmación altisonante?
Más bien la primera conclusión que surge entre las brumas: el camino del año 1976 sólo sirve para la perpetua regresión, para una pauperización sin fin, para la masacre permanente. Al menos ésta es una de las tesis de este trabajo. Si así fuera, más allá de qué pensara cada uno de nosotros entonces, el 23 de marzo y después, mucho después, la revisión resulta inevitable. Cada uno de los que aceptó, justificó, deseó el éxito del 24 de marzo debe mirarse en el móvil espejo de la memoria y reconocerlo para sí mismo.

¿Y los que eran demasiado chicos para desear nada? Tienen derecho a exigir a sus padres que ese tenebroso secreto de la novela familiar cambie de estatuto. La “memoria falsa” reemplaza, desconecta, impide, sostiene Elsa Drucaroff, juntarnos con la experiencia vivida. No sólo los hijos de desaparecidos luchan por conocer su linaje, restablecer esa terrible quebradura es una necesidad colectiva impostergable, ya que repara el diálogo intergeneracional, la posibilidad de compartir experiencias para cambiar de rumbo.
Ese es, debe ser, nuestro verdadero punto de partida. Si algo terrible que pueda suceder en una sociedad sucede es porque la compacta mayoría no deseó impedirlo.

Entonces, una pregunta inmisericorde nos aguarda. ¿La sociedad argentina sólo deseó el exterminio de la guerrilla o también la decidió? Ernesto Sabato contó en su estilo “nunca más” que si uno tiene un dolor de muelas y apretando un botón mueren diez mil pero el dolor desaparece, uno aprieta y punto. Es un “ejemplo” inequívoco, ¿la guerrilla equivalía a un dolor de muelas? ¿El Proceso? ¿Un botón para ser pulsado? Sabato sostiene elípticamente que el Proceso es una política de guerra, el deseo de una política que tras los exterminios imponga la paz. Una paz con la guerrilla exterminada.

Sabato justifica ese deseo, y ese hilo permite llegar al ovillo con la misma pregunta: ¿el deseo de matar a los guerrilleros, a los militantes obreros socialistas, era voluntad mayoritaria?
Sabato no es la sociedad argentina. Y deducir de una cosa la otra resulta abusivo. Consideremos con seriedad esta objeción. Por cierto que el lugar de Sabato en la valoración colectiva –presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), maestro de la Juventud Radical, referente obligado de lo políticamente correcto para la prensa gráfica y electrónica nacional e internacional– golpea con fuerza su aparente falta de representatividad.

No importa. Observemos el otro extremo: las víctimas, el discurso que enarbolaron desde el ’76. Nadie discute el lugar de las Madres de Plaza de Mayo. En tanto organismo núcleo de las víctimas, representa la resistencia. ¿Cómo resistían? Marchando alrededor de la pirámide. ¿Era posible resistir menos? De un solo modo: en el dolor silente, en el fuero más íntimo. La policía llegaba a la plaza con su consabido “circulen”. Marchar en derredor de la pirámide era obedecer (circular) desobedeciendo (sin abandonar la plaza).

El espacio público que dibujaban esos pies en movimiento tenía el espesor de la tolerancia, pocas veces tan apropiada la palabra, que ese poder admitía para una disidencia registrada por la prensa internacional. Era el punto frontera, el extremo límite que pertenece y no pertenece a la “legalidad dictatorial”, más allá la oposición, es decir la guerrilla. Por cierto que hubiera sido posible eliminarlas a casi todas –el asesinato de Azucena Villaflor, Esther Ballestrino y María Ponce, primera camada dirigente deMadres muestra esa dirección política–. Pero el costo internacional trabó al gobierno de Videla, y después fue demasiado tarde.

¿Cuál era el principal argumento de Madres en 1977? Averiguar dónde estaban sus hijos, averiguar qué necesitaban, averiguar si estaban vivos. Este elemental petitorio resultaba insoportable para el gobierno. Debía explicar la naturaleza del estado de excepción, admitir que el “enemigo” carecía de todo derecho, que no era una entidad susceptible de tal consideración. Los procedimientos establecidos por el orden jurídico normal eran, para ese estado de excepción, una mera artimaña de guerra; artimaña que no se proponía más que posponer, evitar la derrota. Por tanto, los abogados no podían ser otra cosa que combatientes camuflados, “subversión encubierta”. El asesinato de Silvio Frondizi, a manos de la Triple A, había adelantado ese punto de vista. “El silencio es salud”, escribía José López Rega en un anillo que giraba mudo en torno al Obelisco estableciendo la regla de oro de todo tiempo oscuro. El general Acdel Vilas lo explicó así: “No tenía sentido combatir a la subversión con un Código de Procedimientos en lo Criminal. Decidí prescindir de la Justicia, no sin declarar una guerra a muerte a abogados y jueces cómplices de la subversión”. Esta es la versión procesista explícita del silencio jurídico. El discurso del 24 de marzo por la cadena nacional de radiodifusión comunicó todo lo que se proponían explicar las Fuerzas Armadas; en el penúltimo párrafo se lee:
“La conducción del Proceso se ejercitará con absoluta firmeza y vocación de servicio. A partir de este momento, la responsabilidad asumida impone el ejercicio severo de la autoridad para erradicar definitivamente los vicios que afectan al país. Por ello, al par que continuará combatiendo sin tregua a la delincuencia subversiva abierta o encubierta y se desterrará toda demagogia, no se tolerará la corrupción o la venalidad bajo ninguna forma o circunstancia, ni tampoco cualquier transgresión a la ley u oposición al proceso de reparación que se inicia”.
Conviene leer el texto de atrás para adelante, facilita la comprensión. A partir del “no se tolerará” inicia una aparente taxonomía rigurosa. Enumera: corrupción, venalidad y transgresión a la ley. Figuras perfectamente asimilables a las tipificadas en el Código Penal; por tanto, no requieren del estado de excepción, pueden ser combatidas en el marco de la legalidad teóricamente vigente. Claro que oponerse al gobierno constitucional no es delito, salvo con las armas en la mano. ¿Cuál es la novedad jurídica explícita que introduce el Proceso? Una sola, no tolera oposición de ninguna clase, ni armada ni desarmada, cualquier oposición impide la “severa” y “absoluta” autoritas del Proceso. Era una declaración de guerra sin cuartel. Todos los que intervinieran serían considerados partisanos.

*Doctor en Ciencias Sociales.