Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

El alma de los objetos

Periodista:
Martin Perez
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

Un sillón para leer y una biblioteca enorme. Mesas largas y una computadora. Un piano y una silla con rueditas que va de aquí para allá. Y un rincón lleno de porquerías. Así resume Pablo Bernasconi todo lo que hay en su estudio ubicado en su casa en las afueras de Bariloche, cerca del lago, donde vive con su mujer y sus dos pequeños hijos, Franco y Nina. Desde allí trabaja para las editoriales porteñas y del resto del mundo. Las porquerías a las que se refiere Bernasconi cuando habla de su estudio son los elementos con los que construye sus ilustraciones: maderas, alambres y objetos de todo tipo. La lista podría ser infinita, todo puede tener su lugar en los dibujos que usa en sus libros, infantiles y de los otros. Sylvester Stallone es un bife martilleado en una ilustración de su libro Retratos, su primer volumen para adultos. Un ventilador viejo es parte de la ciencia en Bifocal, el siguiente de la trilogía. Y la Alicia de Lewis Carroll es todo pétalos, tierra y papel arrugado en el flamante Finales. “Junto de todo, pero no acopio. Se podría decir que soy un linyera esporádico”, acepta Bernasconi, que no se considera un buen dibujante. Y no lo dice por ser modesto, sino porque el dibujo es apenas una herramienta de las tantas que utiliza para construir sus particulares collages en tres dimensiones. “Las cosas que armo son efímeras, a veces duran el breve tiempo que la gravedad me da para fotografiarlas antes que se caigan al piso”, asegura Bernasconi, que al enumerar las cosas que habitan su estudio deja para el final lo que no se puede poner en ninguna lista, pero es parte fundamental de su trabajo. Las tijeras, el fuego, el martillo, entre otras cosas. La creación convertida en algo físico, tangible. “En los momentos de frenesí creativo, parece como si hubiese estallado algo en el estudio”, acepta con una sonrisa. Y confiesa ser muy vago para ordenar aunque, al mismo tiempo, le desagrada el desorden. Una dialéctica poco elegante, pero que puede servir como punto de partida para una definición del trabajo de este modesto aprendiz de brujo ilustrador, un surrealista en busca de sentido, capaz de mezclar un piano, témperas y alambre de púa en la mesa de operaciones de su cambalache creativo. “La fotografía tiene un límite, pero los objetos no. Y más si los intervenís. ¿Y si a esto lo martillo? ¿Y si le prendo fuego? ¿Y si lo envuelvo en alambre de púa?” Martillando, encendiendo o envolviendo, hace tres libros que Pablo Bernasconi lleva hasta el límite su defensa del qué antes que el cómo. La idea antes que la técnica. El desorden antes que el orden. Aunque después haya que ordenar, claro.

DESDE EL JARDIN ATOMICO

Una postal de la infancia de Pablo Bernasconi lo puede mostrar dando vueltas en bicicleta alrededor de un reactor nuclear. A Bernasconi le gusta ese recuerdo, pero necesita explicar que, como en Bariloche no hay muchas calles asfaltadas, por eso es que él elegía pedalear justo por ahí, alrededor del lugar de trabajo de sus padres, científicos nucleares trabajando en el Instituto Balseiro desde que su hijo cumplió cinco años. Antes su barrio fue el porteñísimo Colegiales, pero el trabajo de sus viejos estaba en el Centro Atómico de Ezeiza. “No fui al jardín de infantes Bichito de Luz, sino al Jardín Atómico”, se ríe Bernasconi, que recién se dio cuenta de que el trabajo de sus padres era algo atípico ya de grande. “Cuando era chico me resultaba natural tener que ponerme barbijo para ir a visitarlos al trabajo, o verlos meter las manos en una caja con guantes”, recuerda Bernasconi, que calcula que esos recuerdos de infancia moldearon una personalidad propicia al análisis, sin miedo al ensayo y el error. Aunque de chico confiesa haber querido ser veterinario o bombero, su adolescencia lo terminó devolviendo a Buenos Aires para estudiar diseño gráfico, fruto de años de un fanatismo por las historietas primero, las revistas, diarios y libros después. Se crió leyendo a Mafalda y la Humi, cuenta, pero nunca, nunca dibujó ni hizo historietas. “El otro día me encontré con Miguel Rep y le dije que lo que yo hacía era recortar sus tiras y armar mis propios libros”, cuenta este fanático confeso de Quino y Fontanarrosa, un animal gráfico preocupado siempre por la narración antes que por el virtuosismo del trazo. “Era Saint Exupery, creo, quien decía que hay que estar muy seguro de algo para explicárselo a un niño. Fue lo que me pasó cuando empecé a ser docente antes de terminar la carrera. Ahí recién aprendí, cuando tuve que explicarle las cosas a mis alumnos”, cuenta Bernasconi, que empezó a trabajar rápido, haciendo infografías. Su estilo se fue construyendo a partir de las ilustraciones que le pedían que volviese a hacer. El primer dibujo que guardó es uno que hizo para el Mundial ’98, recuerda. “Fue un collage que armé en mi casa, y me quedé toda la noche haciéndolo. Aún lo tengo por ahí”, asegura Bernasconi. “Hacía collages siempre efímeros, pero una vez que sumé volumen, nunca más usé el papel solo. No me podía permitir desprenderme de un recurso tan potente como el volumen. Soy un explorador, tengo que ver lo que hay del otro lado. Siempre busco el lado oscuro de la Luna, aunque después me quedé con este lado.”

AVANZAR Y RETROCEDER

Acostumbrado a tomar decisiones rápido por su trabajo en diarios, cuando Pablo Bernasconi empezó a ilustrar libros infantiles, tener seis meses para hacer 32 ilustraciones resultó un mundo nuevo. Lo resolvió ganando en detalle, ocupándose de todo eso que la necesidad de resolver inmediatamente las cosas lo hacía dejar de lado. Lo único que lo inmovilizaba era la responsabilidad, asegura. “Nunca me quedé con la mente en blanco ante un trabajo”, asegura. “Pero me pesaba trabajar con textos ajenos, era como cambiar al hijo de otra persona”, confiesa Bernasconi, y explica que por eso las ilustraciones que más le costaron en los libros de la trilogía fueron las de las cosas que más admiraba. El dibujo de las Abuelas de Plaza de Mayo en Retratos. O el de El túnel de Ernesto Sabato, para Finales. “Pero ante el trabajo nunca me quedo helado”, sigue explicando Bernasconi. “Porque confío mucho en ir hacia atrás. Avanzo y no tengo ningún problema en retroceder. No me quedo parado mirando qué hacer.” Así como asegura que empezó a ilustrar cuando era jefe de arte para “combatir la ineficacia”, porque en vez de pedirle algo a alguien mejor lo hacía él y listo, Bernasconi cuenta que cuando le empezaron a pedir trabajos desde afuera se cargó de responsabilidad. “Empecé a investigar cómo eran los semáforos en Australia, por ejemplo. Un camino que era interminable.” Dejó de caminarlo cuando se dio cuenta que lo buscaban por lo que era, no por lo que podía ser. Y se quitó esa responsabilidad de encima. Su libro infantil Black Skin, White Cow, pese a ser puro campo argentino, se llegó a publicar en India, donde una vaca es algo muy diferente que acá. “Generó cierta polémica, pero lo publicaron igual.” Pero el colmo de los significados cruzados sucedió con El diario del Capitán Arsenio, tal vez su libro infantil más premiado y conocido. “Lo armé pensando en ese ‘lo atamos con alambre’ que tenemos nosotros. Pero los norteamericanos lo interpretaron a su manera, bien imperialista, en el sentido de que hay que hacer lo que haga falta para triunfar. Cuando me contaron cómo lo presentaban en las escuelas de allá, me quise matar. Me resultó algo aterrador.”

LA PARTE POR EL TODO

Desde el prólogo de Finales, Bernasconi avisa de su perversión como lector: la de conocer el final de los libros antes de empezar a leerlos. Pero cuenta que recién cuando terminó de leer G, de John Berger se le ocurrió que podía haber un proyecto en ese capricho personal. “Porque ese último párrafo no tenía el peso de un final, sino que era una metáfora perfecta del resto del libro. Así que pensé: ‘Hay un libro entero ahí’.” Al tomar el final y hablar del libro, al elegir la parte por el todo, Bernasconi intenta en Finales lo mismo que hace con todos sus trabajos, llegar a lo esencial del asunto un paso tras otro, sumando significados. “Es un libro que es la conclusión de una trilogía de experimentos que empecé hace ocho años”, explica. “La idea era investigar los alcances de la poesía visual utilizando tres excusas muy diferentes.” La primera excusa fue Retratos, donde el fin está muy claro: son retratos de personajes conocidos, queridos o no. Pero no son caricaturas, porque los rasgos no son importantes: lo importante es lo que esos personajes significan. “Lo empecé a pensar cuando trabajaba ilustrando la sección de discos de Rolling Stone”, recuerda Bernasconi. Esos primeros retratos, los de Luca, el Indio Solari o Skay, que fueron el punto de partida del libro, quedaron afuera de la edición final. Pero el resultado es contundente: Pavarotti es un huevo con parlante, Kurt Cobain es un tajo en una caja de cartón, Videla está formado por huellas digitales realizadas con sangre y Bush es un surtidor demoníaco. Capas y capas de significados, con los que Bernasconi experimenta, poniendo y quitando. El libro siguiente fue aún más libre y conceptual, Bifocal. Y por eso tal vez el menos logrado de los tres. En él, Bernasconi ilustra conceptos: temores, progreso, ciencia, política. Y lo hace desde el lado luminoso, y también desde el oscuro. Pero es en Finales donde esa suma de capas y esa libertad conceptual encuentra un mejor marco para expresarse. Son 59 finales de libros, leídos durante toda su vida. ¿Por qué 59? “Porque no me gustan los números redondos”, responde Bernasconi, que en realidad bocetó 100, y se quedó con los que llegó a terminar. “El libro que más me costó terminar de leer de todos fue el Ulises de Joyce, lo odié. Y el que amo pero no pude dibujar fue Pedro Páramo. Ese quedó afuera.”

Con su trilogía de poesía visual para adultos completa, Bernasconi sabe que el experimento continuará. Pero sin una nueva trilogía, y en otros formatos. Ya podría tener un segundo Retratos listo, por ejemplo, pero no sabe si llegará su momento. Por ahora se enfrenta a nuevos desafíos. Está trabajando en el piano de su estudio para incorporar música a sus cuentos para niños. Y también está haciendo algo que nunca imaginó: convertir sus ilustraciones efímeras en cuadros, para su primera exposición. “Es algo que me tiene algo conflictuado, porque a mí me gusta la tinta y el papel, me gusta ver las cosas impresas. De hecho, nunca me gustaron los libros de lujo. Parte del experimento de esta trilogía fue la de poner en la librería libros de este tipo a un costo popular. Y funcionó. Con Retratos estaba listo para el fracaso, pero en dos meses se agotó la primera edición”, cuenta el hombre que quema, martilla y aplasta objetos en su afán de comunicar. “Uso la computadora sólo para amalgamar, para combinar elementos que necesiten alterar su tamaño, pero no uso efectos.” Aclara que no se trata de un credo o un principio: simplemente que pintar o rayar es más rápido hacerlo a mano. Con ese nivel de detalle, al menos. Y con el agregado de que a veces se alcanzan resultados inesperados, que agregan valor al conjunto. “Cuando quemo algo, a veces ocurren accidentes: algo que se quema más rápido, o un plástico que se achicharra, y eso es algo que no lo podés planear en una computadora”, cuenta Bernasconi, que resume su técnica en dos movimientos: construir el alma de los objetos, y desconfiar de los perímetros. “El que dibuja, confía en los perímetros”, explica. “Yo desconfío de eso, así que construyo. Voy de adentro hacia afuera, y a veces lo más importante de la ilustración, el esqueleto, no sale en la foto. Yo confío en el alma de las cosas. Un mueble antiguo tiene una historia: pasó por algo y se nota, y eso se ve. Por eso es que nunca utilizo objetos flamantes. Creo que son desalmados.”