"Escribir no sirvió para nada"
- Periodista:
- Marina Arusa
- Publicada en:
- Fecha de la publicación:
- País de la publicación:
Por Marina Artusa desde Trieste
Boris Pahor, en pijama, confiesa que jamás recuerda lo que sueña. En pantuflas y a punto de cumplir cien años, agrega que tampoco sabría qué hacer con sus sueños. “En la vida a mí el sueño no me gusta. Dicen que es necesario soñar pero yo con mi mente puedo constatar la verdad de la vida y no sé dónde meter los sueños –dice el autor esloveno que se hizo conocido hace apenas algo más de dos décadas, cuando le faltaba poco para festejar los 80–. Puede que sea una carencia, que me falte fantasía. Yo de esto me di cuenta enseguida cuando decidí que iba a dedicarme a escribir en serio. Jamás dije que era un escritor. Nunca tuve la convicción de serlo. Yo soy un tipo que, de carácter, no sabe inventar. Reconozco que es una parte negativa de mí. Los nombres los he cambiado pero he escrito sobre lo que viví. He vivido tanto que bastaba contarlo. Siempre dije que soy una especie de memorialista. Todavía hoy protesto cuando me llaman ‘gran escritor’, ‘escritor importante’.” No cualquiera, sin embargo, se atreve a volver como turista al campo de concentración nazi donde se estuvo detenido a mediados de los años 40 para luego dar con la palabra justa que se aproxime a contar aquel espanto: “Lo admito, no logro aceptar en lo profundo la idea de que este lugar de montaña, bisagra de mi mundo interior, sea visitado por cualquiera; y sufro también un poco de celos: no sólo porque hoy ojos extraños recorren un escenario que fue testimonio de nuestra prisión anónima sino también porque estas miradas curiosas (estoy absolutamente convencido) no podrán jamás penetrar en el abismo de degradación en el cual fue arrojada nuestra confianza en la dignidad humana y en la libertad personal”, escribe Pahor en Necrópolis , la novela autobiográfica que tipeó a máquina en esloveno en 1966 y que recién en 1990, editada en francés, lo convirtió en una voz tan prestigiosa como incómoda.
“Boris Pahor ha sobrevivido. No puedo penetrar en su corazón pero parece haber salido de aquella necrópolis verdaderamente vivo, en el pleno sentido del término; irremediablemente marcado pero no humanamente mutilado ni consumido; íntegro, a diferencia de otros –incluso de otros grandes escritores– que han atravesado aquel infierno”, dice Claudio Magris en “Un hombre vivo en la ciudad de los muertos”, el prólogo de la edición italiana de Necrópolis .
“Sí recuerdo que no he soñado jamás en el campo de concentración”, sigue diciendo Boris Pahor.
Son las cuatro de la tarde de un domingo y don Boris está en pijama y pantuflas porque así se siente cómodo en el hotel termal Radin, un cuatro estrellas de Radenci, Eslovenia, donde una habitación cuesta 112 euros por día. Cerquita de la frontera con Austria y con Hungría, a tres horas de auto de Trieste, su ciudad. Vino a descansar después de haber pasado unos días en el hospital por asuntos del corazón. Nada de enamoramientos –“Rada era bellísima. Murió a los 87 sin una arruga en la cara”, dirá de su esposa, que murió en 2009– sino asuntos de ese órgano que bombea ininterrumpidamente desde hace casi un siglo.
Frágil parece Pahor. Hasta que abre la boca. Delgado, pequeño y en pijama, la primera sensación que genera es que no resistirá las casi dos horas de charla que finalmente tendremos. “¿Cuál de mis libros leyó?”, es lo primero que quiere saber.
Una breve biografía suya de solapa de libro no debería omitir que nació en Trieste bajo la dominación del imperio austro-húngaro el 26 de agosto de 1913, que cuando era un nene el fascismo de la Italia de los años 20 lo obligó a dejar la escuela eslovena y a convertirse forzosamente en italiano, que lo alistaron como soldado en Libia, que volvió de Africa y se graduó en Letras en la Universidad de Padua, que durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con la resistencia antifascista eslovena y que fue deportado a los campos de concentración nazis donde pasó quince meses de horror. “Mi hora fatal se desencadena cuando no me presento a la proclamación de la autoridad militar alemana –recordará–. En pleno centro de Trieste, bajo la denuncia de los eslovenos colaboracionistas que sabían de mi antifascismo, fui arrestado por la Gestapo. Me esperaban con un camión blindado.”
Otros autores, como Primo Levi en “Si esto es un hombre”, han escrito sobre la dolorosa experiencia en un campo de exterminio. ¿Por qué usted decidió volver como turista al campo en el que estuvo prisionero?
Estuve en Francia con Imre Kertèsz (escritor húngaro, de 83 años, que sobrevivió a Auschwitz y a Buchenwald, y que el año pasado anunció que se retiraba de las letras), el Premio Nobel que escribió en su propio libro que él siente nostalgia del campo. Yo le he dicho: “Querido amigo, yo no siento nostalgia del campo de concentración pero sí necesidad”. Estuve dos veces allí. A diez años de mi cautiverio y luego regresé veinte años después. La segunda vez era verano. Fui en sandalias, con un Fiat 600. Ahí decidí que escribiría sobre el campo. Fui porque buscaba allí una explicación. Una explicación que el campo no podía darme. Todos estos muertos que ardieron era gente que amaba la libertad, todos civiles, no eran militares. ¿Por qué murieron? Yo tuve la fortuna de volver pero ellos murieron por nada. A la gente no le importa nada de todos aquellos muertos. Una vez al año se los recuerda en el Día de la Memoria y luego todo el mundo vuelve a pensar en sus propios negocios. En el campo estaba en peligro, en peligro de morir. Estaba muy mal pero al menos había una razón por la cual me habían llevado allí. Estaba allí por luchar contra la dictadura, por estar a favor de la libertad y en contra de la sumisión al imperio alemán.
Se puede decir que usted vivió la muerte...
La he vivido sin dudas. Además de esloveno, hablaba algo de alemán y alguna palabra de francés. Por eso un médico noruego, también prisionero político, me tomó como traductor y enfermero. El médico noruego debía escribir de qué moría la gente en el campo de concentración. Porque allí todos morían. Cuando se tenía una enfermedad en el campo, se moría seguro. Y como enfermero, yo estaba en contacto directo con ellos. Los muertos se tocaban, se trasladaban. Contraje tuberculosis de esos cuerpos.
¿Por qué cree que sobrevivió?
Creo que sobreviví porque me concentraba al máximo en vivir el presente: no pensar en el pasado y mucho menos en el futuro. Sólo el hoy, el ahora y tratar de no sucumbir. Las cosas más terribles las he recordado después, escribiendo. Contarlo en voz alta era imposible. No tenía sentido porque el que no pasó por esa experiencia no lo puede comprender. Tal vez por eso muchos sobrevivientes luego se suicidaron. Lo más terrible de la vida en el lager no era el frío ni el hambre sino habituarse al horror.
Después de todo lo que vivió, ¿cuál es la herida más grande?
La fascista. El fascismo me arruinó la vida, me arruinó la juventud. La imagen que más me marcó, y que también dejó huella en mi escritura, ocurrió cuando tenía siete años y los fascistas incendiaron la casa de la cultura eslovena en Trieste. Era un edificio de seis pisos. Los fascistas rompieron los chorros hidrantes y bailaban alrededor nuestro como locos. En ese momento quedé bloqueado. Debía convertirme en otro, hablar italiano y no era capaz de hacerlo. Se entiende que luego, estar cerca de la muerte no era una cosa sin importancia pero era ya un hombre más maduro y preparado para que algo malo me sucediera con esos alemanes. Nos quitaron la lengua, la escuela y nuestra sociedad. Luego mis padres me mandaron al seminario no porque me quisieran hacer sacerdote sino porque no sabían dónde mandarme. Era difícil estudiar a escondidas en esloveno porque no se encontraban los libros. Los nuestros los habían quemado. Hemos llevado una vida paralela: italiana en el estudio y eslovena como convicción. Ahí comprendí que ningún poder podía obligarme a cambiar de identidad. Con otros compañeros estudiábamos cultura eslovena a escondidas. Buscábamos libros como cigarrillos de contrabando. De esto en Italia no quieren hablar.
¿Cree que esto justificaría el reconocimento tardío de su obra?
Es por las cosas que escribo que todavía hoy no se quieren conocer ni reconocer. Cómo, por ejemplo, el nacionalismo italiano oprimió a la minoría eslovena antes del fascismo. Había maestras que escupían en la boca de los alumnos que hablaban esloveno entre ellos. Los empleados públicos de origen esloveno eran trasladados a lugares remotos. Mi padre se negó. Era fotógrafo de la gendarmería y como no quiso mudarse a Sicilia, renunció y abrazó el oficio de mi abuelo: vendía manteca en la plaza. Después de la Primera Guerra Mundial, la peor suerte nos tocó a nosotros, los eslovenos. Un tercio de nuestro territorio era reino de Italia. Austria se quedó con una porción, otro poco fue para el reino de Bulgaria y Hungría también se quedó con tierra nuestra. Fuimos descuartizados. Debimos esperar al año 2000 para que se aceptara el bilingüismo en la región de Venezia Giuglia y al 2009 para que el presidente de la república, en Italia, reconociera en su discurso del Día de la Memoria las atrocidades que el fascismo cometió contra los eslovenos. De todo esto hablo en mis libros.
¿Dónde encontró alivio?
La escritura es un alivio. Es un alivio cuando uno encuentra a alguien por la calle que le dice “He leído su libro y he encontrado cosas importantes”. Eso es un alivio, por cierto. La mayoría, en cambio, me encuentra por la calle y (me dice) “Oh, profesor, déme la mano, lo vi en televisión”. Algunas veces les digo: “Mire que a mí verme en televisión no me interesa”. Es como la Lollobrigida o como Sofia Loren, que se hacen ver en televisión. Ellas han mostrado en teatro lo que valen y en los filmes. Yo… mostrarme en televisión… yo puedo ser valioso para la población sólo sobre la base de mis libros, ¿no? No tengo la pinta de Rodolfo Valentino, no hice nada de especial para señalarle a la sociedad salvo los libros: hay algunos libros (míos) que son de calidad.
Allí están, para su consuelo y orgullo, entre otros títulos, "Prohibido hablar", de 1963, donde Ema y Danilo, antifascistas de los años 30, intentan preservar la cultura eslovena de la persecución y la aniquilación. O "Tres veces no", una memoria en forma de entrevista donde Pahor justifica su oposición al fascismo, al nazismo y al comunismo. O "Una primavera difícil", donde narra el regreso a la vida –física y sentimental– de un ex prisionero de un campo de concentración. “Cuando llegan los ingleses y los canadienses hace cinco días que no como, en mis pulmones la tuberculosis abrió cavernas y escupo sangre”, es el recuerdo no-ficción de Pahor.
Prefiere que lo llamen “memorialista” en vez de escritor. ¿Para qué sirve la memoria?
La primera cosa, y esto lo he comprendido tarde, es que sirve para “descargar” todo lo que hemos vivido y que, de a poco, se recoge como un veneno, como un pus, algo que hace mal. Se descarga y entonces uno siente alivio. Y lo más importante es que la memoria es un documento. Si ese documento le servirá a alguien, eso no lo sé. Por ejemplo, me gustaría que algún joven que lea mi libro Hijo de nadie, se pregunte por qué el autor del libro se llama a sí mismo “hijo de nadie”. “Hijo de puta”, debí haber dicho en forma vulgar. Porque cuando a nuestras jóvenes las encontraban reunidas hablando esloveno, se las llevaban presas y las ponían con las prostitutas. Le sucedió a mi esposa y a su madre en la ciudad de Gorizia. Y se burlaban de ellas: “Venir a prisión por una lengua”, les decían. Debería servir, especialmente a los jóvenes, para que estén preparados respecto de lo que sucedió y que podría volver a suceder. También pasó en la Argentina. ¿Las mujeres siguen yendo a protestar por sus muertos?
¿Las madres de Plaza de Mayo? Sí. Algunas de ellas siguen marchando los jueves. Lo hacen desde 1977.
Temen que suceda de nuevo. No se sabe nunca.
¿Qué recuerda de su visita a la Argentina hace más de dos décadas?
Recuerdo que estuve tres semanas en Buenos Aires, invitado por un grupo de italianos que no sé de dónde habían conseguido fondos para pagarme la estadía, y luego tomé un avión hasta esa ciudad que tiene los leones de mar.
Mar del Plata.
Había un esloveno que me invitó y me pagó el pasaje. Pero las cosas importantes las hicimos en Buenos Aires, con la radio eslovena. Hicimos transmisiones literarias. Unos amigos me llevaron a conocer a Ernesto Sabato. Le llevé mi libro Necrópolis en francés y él me dio Sobre héroes y tumbas .
Hace un tiempo usted dijo que las palabras no redimen la conducta humana pero ayudan a explicarla. ¿Qué piensa hoy sobre el valor de la palabra?
Hoy diría que las palabras ayudan a condenar la conducta humana. En ocasiones la conducta humana es terrible. A través de la palabra la gente puede enterarse y condenar las atrocidades. El hombre ha creado armas y hasta la bomba atómica para matar a otros hombres. Cosas que los animales no hacen con su misma especie. Por lo tanto, una palabra no puede redimir pero puede hacer conocer la verdad y se espera siempre que ese conocimiento sirva para algo. Nosotros hemos vivido esta ilusión con la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. “Nunca más habrá una guerra igual”, decían. Nunca más. Pero la Segunda [Guerra Mundial] fue más terrible que la anterior. Y entonces, ¿para qué sirve la palabra? Lamentablemente no sirve para nada. El mundo hace la suya y no le importa nada. Escribí mi libro Necrópolis “en honor a aquellos que no regresaron”. Al menos eso lo he hecho en honor a ellos. Luego he dicho también que tal vez le sirva a alguien que lea este libro, pero no ha servido para nada. Pol Pot [el dictador camboyano] ha hecho morir a millones en Camboya por el Partido Comunista, los americanos en Vietnam han arruinado la naturaleza con tal de que no hubiera para darles de comer a los vietnamitas antes de retirarse. En Sarajevo, ¿qué les han hecho a los serbios? Por lo tanto, ¿para qué ha servido escribir? Se escriben tantos libros sobre Sarajevo, sobre Serbia, y tanta gente los compra, pero ¿para qué sirven?
Sin embargo usted no ha dejado nunca de escribir...
Porque esperaba escribir un documento. Y el documento está. Existe. No estaba seguro de que sirviera para algo. Pero vivir todo lo que yo he vivido con el fascismo... Hoy no se habla de la Europa fascista pero existía. Hoy todo el mal es culpa del comunismo. En la Argentina tenían a los generales y tiraban gente de los aviones. Esto fue después de los campos de concentración alemanes. Los militares argentinos y la gente sabía lo que había sucedido durante la Segunda Guerra Mundial. Y no sirvió para nada.
¿Usted cree que su literatura tuvo o tiene una misión?
Yo no he dicho jamás “misión”. Creo que los grandes escritores han escrito siempre sobre cosas que la sociedad vivía. Fíjese en Dostoievski, fíjese en Tolstoi y escribían sobre la vida vivida. Hay otros escritores que han inventado, por cuenta propia, como Julio Verne y sus Veinte mil leguas de viaje submarino , y que luego, en algunos casos, hasta se convirtieron en realidad.
En la Argentina viven muchos italianos que emigraron por las guerras, por el fascismo... ¿Usted nunca pensó en emigrar?
Bastante me han hecho emigrar los demás. Y no porque yo lo deseara. Volví a mi casa en el 47. En el 90 traducen mi obra. Me dieron dos becas. Tenía más de ochenta años y me dieron dos becas. Las corté en pedacitos y cuando había alguna conferencia que me interesaba, viajaba. Una vez fuimos con mi esposa a Grecia, otra vez a París. Con lo que tengo de ahorro podría irme de viaje. No conozco Budapest, por ejemplo. ¿Pero qué descubro de nuevo para la vida del hombre si me voy a Budapest?
¿Qué le interesa hoy?
Me interesa saber qué harán para darle trabajo a la gente que hoy está desempleada. Eso me interesa. Una vez en Dreznica, Eslovenia, un párroco me invitó un mes de vacaciones y de su biblioteca leí todo Dostoievski. Entre los libros hay uno que se llama Humillados y ofendidos . Estos somos nosotros, los eslovenos en Italia, humillados y ofendidos. Y me hice una especie de juramento: si alguna vez iba a escribir en serio, sería sobre el tema de los humillados y ofendidos. Y de hecho todos mis libros están ligados a este tema.
¿El Nobel es una asignatura pendiente?
Debo estar contento porque he estado nominado pero no lo recibiré. Dicen que todos aquellos que están nominados es como si lo hubieran recibido. Podemos considerar así la historia. Pero hay tantos, tantos Premio Nobel que ¿quién los conoce hoy? Me gustaría que le dieran el Premio Nobel a Necrópolis , al libro, aun sin recibir el dinero (del premio). Todavía si dijeran “Le damos el Premio Nobel a Claudio Magris, triestino, y a Necrópolis de Pahor”. Eso. No es que me pusiera contento pero, en fin, [me gustaría] que fuera nominado el libro como merecedor del Premio Nobel y por lo tanto que fuera publicado en todas partes y que fuera también considerado como contenido.
Le suena el celular que está en el bolsillo izquierdo del pijama. No llega a atender. “Que no me dejen mensajes porque no sé cómo escucharlos”, dice Boris. En estos días le llueven invitaciones para honrar su primer siglo de vida, lúcido y mordaz: el siglo de las luces.
Dos días después de su cumpleaños, se editará en esloveno "Así he vivido. El siglo de Boris Pahor", donde el autor desentraña la historia del siglo veinte a través de su biografía. Allí Pahor habla en primera persona y repasa la historia de Trieste, la disgregación del imperio de los Habsburgo, el fascismo, su crisis existencial, su temporada en el infierno del lager y su regreso a la vida. La versión en italiano integrará la serie Overlook de la editorial Bompiani y estará en las librerías a partir de octubre. También se editará un libro escrito por su esposa, Rada Premerl – Un héroe en la familia – y una traducción al italiano de Quand Ulysee revient á Trieste (“Cuando Ulises volvió a Trieste”), una especie de diario con sus notas que Pahor va enriqueciendo día a día.
¿Siente que, finalmente, se hizo justicia con su obra?
Que me quieran festejar el cumpleaños número 100 no quiere decir que me hayan comprendido. Si quisieran demostrar que me han comprendido podrían organizar una jornada sobre uno de los problemas que para mí es de los principales y discutirlo conmigo. No quiero una solemnidad en mi honor ni que hagan venir al presidente de la república. Lo que he vivido en el campo de concentración me llevó a tener una concepción radical de las cosas. Puedo ver muchos muertos, puedo ver desastres, terremotos y lo lamento mucho por esas personas pero no sufro con ellos, no tengo empatía. En vez cuando veo delincuentes o gente que hace daño y que son castigados por su mal accionar me conmuevo, aunque sea una película, porque vence la justicia, la verdad. Los pobres diablos sienten como yo.
© Marina Artusa, Revista Ñ