“Me interesa cómo circula la violencia”
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- Patricio Zunini
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Cuenta Fernando Fagnani, editor de Edhasa, que leyó Entre hombres, de Germán Maggiori en 2003 o 2004. Se había interesado en él a partir de un cuento publicado en una antología curada por Diego Grillo Trubba. En aquel momento tuvo que pedirle a un librero que se contactara con Alfaguara para que le enviaran un ejemplar del depósito, porque la novela estaba fuera de circulación. Entre hombres se había publicado en 2001, había ganado un premio, el autor había viajado a presentarla en México, pero una suerte extraña y un país en llamas hicieron que fuera desatendida. Rápidamente pasó a convertirse en una novela de culto. Fagnani la leyó, conversó con Maggiori, pero por esos años Edhasa casi no publicaba ficción y los derechos de Entre hombres todavía estaban en manos de Alfaguara. Y así, entre buenas intenciones y buenos deseos, pasó el tiempo hasta que este año, por insistencia de Ricardo Piglia (“o la publicás vos o la saco yo en la Serie del Recienvenido”, más o menos, le dijo a Fagnani), Edhasa se decidió a reeditarla. Una decisión que merece ser celebrada.
Entre hombres se mueve en los bordes de una sociedad que va camino al desbarranco: Argentina, década del noventa. La secuencia inicial se abre con una fiesta decadente en la que un banquero, un senador y un juez se dan al sexo y la droga con dos travestis y una prostituta. Pero algo sale mal: la prostituta muere de sobredosis y, en medio del desorden, la cámara que registraba la escena detrás de un espejo desaparece. Policías y ladrones, que no se diferencian más que por el nombre, entran en acción para recuperarla.
Con una estética muy próxima a películas como “Pulp Fiction” o “Snatch”,Entre hombres cumplió su ciclo fantasma y reaparece ahora con la sensación de reclamar su lugar como clásica novela del género negro.
—La novela —dice Germán Maggiori— tiene un vértigo que trata de remedar el de esos films, pero con la intención de reflejar el Conurbano y el submundo de los personajes desde un abordaje como el que hace Jim Thompson, con esa simpatía hacia los personajes truculentos. Es el gesto bien de Tarantino, ¿no?: el asesino también tiene cierto glamour, es un tipo cool. Por la dureza de las imágenes, había que abordar la trama con esa estética y con una cierta cuota de humor para que los momentos terribles puedan pasar.
—La novela tiene muchos pasajes que erizan la piel, la violencia se trabaja sin elipsis. ¿Cuál era el objetivo de escribir de esa manera descarnada?
—Por una cuestión de verosimilitud. Estos pasajes tenían que estar reflejados con un grado de minuciosidad similar al que viene transcurriendo en la trama. Para darle esa continuidad fílmica, la manera de enfrentar el momento violento era ponerlo en palabras, que fuera bien explícito y bien detallista. ¿Cómo encaro ese tema? Es casi un acto de disociación. Más o menos sé cómo se va a comportar un cuerpo vivo cuando recibe el impacto de un arma de fuego, sé el daño que provoca. Lo puedo poner en palabras. Por mi formación académica, soy cirujano, se me hace más sencillo saber qué pasa cuando se incide una piel. En mis textos siempre trato de desarmar el cuerpo de muchas maneras y en Entre hombres hay desde el minuto uno cuerpos desarmados o cortados.
—En la novela se trabaja minuciosamente también con las diferentes jergas.
—Es que en esos mundos cada personaje tiene sus códigos. En el libro hay tres tipos de personajes: por un lado la policía, por otro lado los chorros y en el medio unos pibes faloperos que funcionan como vínculo entre las dos tramas que se están moviendo. Cada uno con su idioma particular, un idioma que los hermana y que los protege. La jerga tiende a proteger, se dicen cosas con otro nombre para guardar el significado real y que no los ponga en evidencia. El policía tiene su manera de hablar, el chorro la suya, y en el medio hay una frontera con un lenguaje compartido. Eso sí fue un trabajo de bastante rigor en cuanto a la búsqueda. El tono final que tienen los personajes es producto de una elaboración —una paciente elaboración, si se quiere— tratando de no sobrecargar lo local para que no quede como un pastiche que no se entiende nada ni lo contrario. El punto medio es la omisión verosímil, como decía Borges, que construía los personajes de la gauchesca a partir de la utilización de ciertos elementos y la omisión de otros.
—Lo curioso de los personajes es que los roles funcionan como etiquetas, hay policías y ladrones, pero no le otorgan un valor moral. No hay buenos y malos.
—No hay moral en ninguno de los grupos. Esa era otra intención desde el momento en que comencé a escribir, sobre todo porque no veía en los policiales nuestra realidad en ese sentido. El policía es de la misma condición que el ladrón, lo mismo para el político. Lo que quería mostrar era una gran descomposición estructural que se evidenciaba en esa época: la novela transcurre en el año ’96, estamos cerca del fin de siglo con todo lo que eso disparó en el 2001. Es pleno menemismo, con una moral muy relajada y una cantidad de drogas en la calle muy importante. Estaba todo montado desde, en definitiva, la administración del Estado que permitió que surgieran muchos de estos personajes. Me basé mucho en La Bonaerense, de Ragendorfer. Es un librazo. Ahí está explicitado cómo era el mecanismo de la maldita policía de Duhalde. El mundo de las grandes bandas y todo lo que pasaba en esa época, como ahora pasa por otro lado, era una construcción que venía desde arriba.
—Uno de los personajes más simpáticos es un carnicero que espera que se desate un guerra incentivada por el Estado para que desaparezca la clase media.
—Elsa Drucaroff siempre lo señala porque para ella es premonitorio de lo que pasó con los saqueos en 2001. El tipo está entrenando en el frigorífico porque espera que vengan de la villa a barrerlos. Lo triste es que pasó (o dejaron que pase). Me acuerdo que la policía venía por mi barrio, en José Mármol, avisando que venían de la villa y la gente se armaba, prendían hogueras en las esquinas y esperaban con cuchillos. Obviamente no venía nadie. Ahí, evidentemente, el que quería que se vinieran era Duhalde.
—Subrayé una frase que dice “una historia se construye como una bomba para que estalle en algún momento”. Yo creo que tal vez es una clave de lectura de la novela: la trama va empujando hacia un lugar donde va a estallar.
—Capaz que parte de una concepción personal que tengo de los libros como artefactos. Cuando empecé a leer empecé a ver cómo se escribían los libros; yo nunca fui a un taller literario, lo tomaba como un autodidacta: si querés arreglar televisores los desarmás y los volvés a armar. Me parece que el policial necesita de ese armado, porque hay que ubicar determinadas piezas para que funcione.
—Y luego, entre los papeles de un vagabundo aparecen unos ensayos que funcionan como pistas falsas, que tocan el amor desde un lugar oscuro: “El amor es un mecanismo de supervivencia para el género humano. Un dispositivo innato y perverso cuya finalidad es ejercer el dominio sobre los semejantes”. Más adelante dice “No existe la correspondencia afectiva absoluta”.
—Eso lo debo haber escrito en un momento de fuerte desengaño [risas]. Me gustó cómo quedó, en ese momento me parecía lúcido, no sé si ahora estoy de acuerdo. Pero me parecía que funcionaba con el personaje. El tipo que la sociedad tomaba como loco era el tipo más coherente o el que tenía las ideas más claras. Más allá de lo que dice, que en su momento me habrán resultado ideas que hasta debo haber creído.
—Otra cosa sorprendente del libro es la gran profusión de personajes. Aparecen muchísimos, algunos con un par de líneas, otros con largos párrafos, pero cada uno tiene una historia. ¿Qué buscabas con eso?
—Quería dar una sensación de corporación. Cada policía tiene un pequeño prontuario. Los chorros por su lado también. La verdad es que en algunos casos me era más fácil dedicarles un par de líneas. Uno los ve que se mueven como empresas, desde los dos lados, cada uno con sus promociones y aspiraciones, dentro de ese mundo horrible y truculento. La sobreabundacia de personajes también pasa por el lado de mostrar que no son hechos aislados sino que están inmersos en un lugar o un contexto que está generalizado. Hay una multitud de personajes de esta calaña operando en las sombras y cada uno tiene intenciones bien claras.
—Siempre se dice que esta novela apareció en la Argentina en el medio del incendio del 2001 y entonces pasó desapercibida. ¿Lo viviste así?
—No sé si fue tan así. No sé qué fue lo que incidió para que no circulara. Sí no había un buen contexto general y quizá la novela ponía en imágenes bastante explícitas algo que no sé si la gente quería ver cuando el mundo estaba viniéndose abajo a un ritmo vertiginoso. Quizá no era que estaba invisibilizada por la editorial sino que era un tema que no se quería ver.
—¿Cómo reacciona la realidad actual frente a la novela que narra el menemismo?
—Fundamentalmente lo que cambia son los modos en que circula la violencia. Cuando era chico estaba la dictadura y la violencia venía sólo desde un lado, desde el Estado que la administraba, no tenía competencia. Me acuerdo de quedarme hasta altas horas jugando en la calle y que no pasara nada, a no ser que hayas sufrido lo que sufrieron los chicos de aquellos padres que estuvieron involucrados en la guerrilla, esas escenas que vemos en películas como “El premio”. El resto vivía en una realidad casi de ficción como de Truman Show, todos los padres vivían con terror pero a los hijos no se lo transferían. Después, lo que pasó y que aparece un poco retratado en la novela es ese cambio de circulación cuando vino la democracia y la violencia empezó a circular desde abajo, y se fue haciendo cada vez más dura. Lo que pasó a partir de 2003, 2004, después de haberse apaciguado, es que ahora está surgiendo otra vez la violencia que viene desde arriba de parte de dos actores, lo que se baja es un tipo de violencia psíquica, digamos. El abogado que lleva el caso de Ángeles decía que la defensa está construyendo un relato falso de lo que pasó: la realidad se ha convertido en una construcción que no existe en ningún lado, cada uno tiene su relato y entonces estamos inmersos en esa especie de bovarismo nefasto, donde parece que la realidad corre por cuenta de aquellos que escriben los diarios. Que hay usinas en donde se escribe lo que pasa en la realidad, por un lado el Gobierno y sus diarios y por el otro la corporación —como la llama el Gobierno— y en el medio se producen este tipo de cosas. Lo que veo hoy es esta encrucijada un poco absurda y que no tiene que ver con la realidad sino que es un montaje. Pero está permeando a todos los ámbitos, incluso a los más disímiles. Me interesa cómo circula la violencia.Entre hombres refleja esa circulación; no es actual, en ese sentido. No creo que se pueda buscar una parábola sobre la sociedad o el momento actual que vivimos. Sí me parece que han cambiado pocas cosas en cuanto a ciertas instituciones o como se manejan.
—Tal vez hoy, en esa fiesta inicial de la novela, uno de los tres poderosos sería el director de un diario.
—¡Claro que sí! Ahora estoy escribiendo una nueva novela: los actores son otros y los que cobran un fuerte protagonismo en la novela son agentes de inteligencia. Trata sobre la apropiación de los archivos. La verdad está en los archivos y por eso la guerra está ahí. Los tipos están luchando, en definitiva, por quedarse con el relato.