Necrópolis
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- Guillermo Belcore
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¿Puede elogiarse la calidad de una prosa cuando el tema es la destrucción sistemática de miles de semejantes? ¿No es frívolo pensar en figuras de ficción cuando la perversión nazi se arroja sobre la mesa? Y sin embargo… El genio de un gran escritor siempre se las compone para alzarse por encima de la realidad por más siniestra que ésta sea; sobrevuela y eleva su trabajo hacia los cielos trasparentes dejando atrás la superficie de un pantano putrefacto poblado por criaturas infernales. Quiero decir: aun en la evocación del campo de concentración de Natzweiler-Struthof puede encontrarse una intención estética. En forma y fondo, entonces, he aquí una obra extraordinaria.
La autobiografía novelada puede compararse con la mejor creación de Primo Levi. También Boris Pahor ha encontrado el tono justo para narrar su calvario en manos de los esbirros de Adolf Hitler. Volvió del Averno - "donde la maldad del hombre triunfaba sobre dolor humano"- y quiso contarlo sin estridencias, pero hilvanando una serie de escenas en el Läger que causan escalofríos. Oigamos su voz tranquila:
“Ningún panal podrá jamás ilustrar el estado de ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el tazón de hierro de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más que el suyo. Está claro que podría reproducirse la expresión de los ojos con esa mirada especial que crea el hambre; pero jamás podría captarse el desconsuelo de la cavidad bucal, ni siquiera los movimientos automáticos del esófago. Como podría, entonces, una fotografía mostrar los matices últimos de la lucha interior invisible, en la cual los principios de la buena conducta en la que habíamos sido educados ya hacía mucho que habían sido derrocados por la ilimitada tiranía del epitelio estomacal”.
Sí, la terrible "ilimitada tiranía del epitelio estomacal". A un montón de células famélicas rebajaron los nazis a los hombres, a personas que se sentían racionales y normales como usted y como yo. No hace tanto. Fue después de la aparición del cristianismo, el derecho romano y la Ilustración. Transcurrieron sólo setenta años. Pero incluso en ese escenario inconcebible, hubo espacio para los actos heroicos. Pahor lo atestigua.
El esloveno
Necrópolis fue concluido en 1966, pero llegó al idioma español treinta y cuatro años más tarde. “Es un retrato completo y al mismo tiempo conciso -nunca patético- de la vida (de la no vida, de la muerte) en el campo de concentración”, resume Claudio Magris en el prólogo. Su autor proviene de la valerosa Eslovenia, nación alpina y eslava que en 1991 rompió las cadenas de Yugoslavia. “Nos parecemos a los judíos y a los gitanos, porque, al igual que estas dos estirpes, también la nuestra a lo largo de su historia se ha resistido a la asimilación”, escribió Pahor. Con sus jóvenes cien años (!!!), el artista vive aún en Trieste, ciudad donde nació en 1913 y donde debió ver cosas que un niño nunca debería ver. Transcribo de la página 42:
“A quien en edad escolar haya conocido el pánico de una comunidad aniquilada a la que se obliga a mirar impotente cómo las llamas consumen su teatro en el centro de Trieste, a éste le han mutilado la visión del futuro para siempre. El cielo sangriento sobre el puerto, los fascistas enfurecidos, derramando nafta por el edificio orgulloso y luego bailando al lado de la hoguera impetuosa, todo ello se graba en el interior de un niño y lo traumatiza”.
El procedimiento narrativo es de notable eficacia en su sencillez. El narrador vuelve a visitar el campo de la muerte en Alsacia, convertido ahora en una atracción para turistas. Se indigna ante los respetables paseantes dominicales, por la mezquindad de su imaginación. Lo que ve y lo que oye Pahor va gatillando su memoria. Viajamos a 1944. La sucesión de escenas -aliviadas con reflexiones filosóficas de primera categoría- nos cortan el aliento. El crepitar del horno alimentado con carne humana, por ejemplo. “No estaría mal que alguien investigara el perfil psicológico del que inventó las tenazas que servían para arrastrar un cadáver hasta el montón de otros cadáveres, y desde allí a un ascensor de hierro ubicado debajo del horno”, apunta Pahor. La sucesión de recuerdos es impresionante. No se escatiman detalles: el sonido de la botas de los oficiales de las SS (la hez de la humanidad) bajando por las escaleras por la derecha y por la izquierda, por ejemplo. Con esas texturas gemebundas sin par se ha construido la obra. Los extensos párrafos son algo así como cuadros ampliados de Pieter Brueghel.
Pahor, el partisano, cumplió el papel de enfermero en una fábrica de la muerte. Sobrevivió -explica- porque “en la relación de los oficiales de las SS con los enfermeros siempre había un poco de respeto, como si no pudiesen creer que nos dediquemos a pacientes que creaba el mundo del crematorio”. Sobrevivió por su función añadida de sepulturero, que le permitía aprovechar pequeñas ventajas como una prenda de vestir o un mendrugo de pan que dejaban los muertos. Sobrevivió por “la fe inamovible, sorda y ciega en la posibilidad de sobrevivir”. Se concentró en ayudar a los otros y también tuvo mucha suerte: llegó al matadero al final de la guerra y la enfermedad apenas lo rozó con sus alas de cuervo. Permaneció “indiferente y romo” mientras lo arreaban de un campo a otro, al compás de la retirada alemana. El miedo le había paralizado el sistema nervioso, toda la red de nervios más finos, pero el miedo también lo protegió de un mal mayor: la desesperación
Con su cuidada atención para que las palabras se correspondan exactamente con las imágenes, este texto es como una suerte de monumento triste a los millones de víctimas del fascismo europeo. Es un libro imprescindible (y muy bien escrito, aunque suene insustancial decirlo). Si la literatura cuenta con algún valor social, Necrópolis lo tiene. Proteger a la especie “del olvido humano“, de “la inconstancia de la conciencia fluida”. Establecer que el placer de la destrucción es una de las fuerzas más poderosas del universo.
Calificación: Excelente
© Guillermo Belcore