Los cielos, la tierra, la luz
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Aquél podría haber sido un día absolutamente extraordinario, en el sentido más amplio de la palabra. La mañana soleada comenzó con un capuccino y un cornetto en el bar Romoli de Via Zanardelli junto a Giacomo Marcucci –mi amigo y el crítico de fotografía más profundo que tiene hoy Italia– y continuó con la larga caminata que hicimos ambos por Roma en búsqueda de un martillo diminuto que fuera apto para cincelar las delicadísimas piezas de arte que realiza Valeria Dowding. Mientras caminábamos, Marcucci se explayaba en detalladas descripciones sobre la historia de cada una de las calles que recorríamos, transformadas luego de sus comentarios en escenarios nuevos. Cruzamos el Tíber por el Ponte Umberto I, atravesamos Piazza Cavour y Piazza Risorgimento, y por Via Ottaviano llegamos, justo para un aperitivo, a casa de Agnese de Donatto, la más grande agente de prensa de Italia. Llena de trabajo como siempre, mi querida Agnese partió casi enseguida a no sé qué encuentro con no sé qué director de teatro y el mediodía nos encontró, a Marcucci y a mí, frente a dos deliciosos platos de spaguetti alle vongole en el King del Molisani de Viale Angelico, que engullimos hasta los casquillos, al tiempo que discurríamos sobre el cono visual de Euclides y el problema de la distorsión de la esfera en la perspectiva en el Giotto, en Brunelleschi y en Piero Della Francesca, un tema que él plantearía en su Tratado de fotografía, pronto a publicarse. Fue entonces cuando tuve la sensación de que un día tan voluptuosamente romano como ése se perfilaba aún más placentero que una orgía en lo del emperador Heliogábalo.
El problema es que el ser humano quiere ir siempre más allá. Y en medio de la fragorosa charla, cuando ya nos acercábamos al fondo del Corvo Bianco de Salaparuta que bebíamos para acompañar la pasta y la conversa, Marcucci recordó intempestivamente que ese mismo día se inauguraba en el Ara Pacis la muestra Génesis de Sebastián Salgado: lo único que faltaba para hacer de aquél un día perfecto.
Pocos minutos después subíamos la escalinata del monumento a César Augusto. Pero, allí, la exposición de Salgado brillaba por su ausencia. Marcucci se había confundido de fecha y la única relación con la fotografía que tenía aquel sitio, ese día, era la enorme densidad de chinos por metro cuadrado que disparaban sus cámaras con un ojo, mientras con el otro trataban de no perder de vista los paraguas verdes, amarillos o fucsia con los que sus respectivos guías los arreaban como ñus en verano y les contaban historias precristianas, a toda vista incompresibles para orientales mal dormidos como aquellos que parecían estar haciendo enormes esfuerzos por recordar si el tour estaba en Roma, en París o en Berlín.
No conforme con el tarascón que le había dado Salgado a mi día perfecto, terminé comprando su libro en la primera librería que encontramos y empezamos a hojearlo en la terraza de la casa de Marcucci. Pronto, decenas de gaviotas que hasta el momento volaban de aquí para allá empezaron a flotar sobre nuestras cabezas, como si hubieran sido atraídas por los cautivantes paisajes que empezó a exhibir enseguida el libro ante nuestros ojos.
Si cientos de fotógrafos hubieran querido hacer una puesta en escena del mundo en quinientas páginas, no lo habrían hecho mejor que Sebastián Salgado en Génesis: una enorme ópera fotográfica acerca de nuestro planeta. Pero, para conseguirlo, este asombroso fotógrafo brasileño dio un gran salto. A diferencia de sus ensayos anteriores, Trabajadores y Exodos, que se centraban en los comportamientos sociales del hombre y llamaban a la reflexión sobre la injusticia, en Génesis el medio ambiente ocupa el lugar central. Aquella inquietud de Salgado que invitaba a recapacitar sobre los más pobres y olvidados, muta en este libro hacia una preocupación casi filosófico-religiosa sobre la humanidad y el planeta todo. Aquí, las fotografías de Salgado parecen tomar un sesgo épico para recordarnos qué lugar ocupamos los hombres en el mundo y para qué estamos en esta Tierra, planteando, al mismo tiempo, la necesidad de encontrar el camino hacia un hombre nuevo que dé valor a lo colectivo y levante la bandera de la armonía con el medio ambiente.
Si bien puede decirse que ninguna de estas ideas es lejana al humanismo presente en sus trabajos precedentes, Sebastián Salgado nunca había hecho tanto centro en ellas como en este libro. El mismo se ocupa de explicar la génesis de este ensayo –valga la redundancia– en la introducción de esta edición. Cuenta que el proyecto nació en su finca de Minas Gerais donde, con su mujer, Lélia Wanick Salgado, reimplantaron una enorme cantidad de especies botánicas autóctonas extintas, que impulsaron la rápida aparición de una fauna ya olvidada. El asombro del matrimonio Salgado frente a esa inmensa capacidad para restablecerse de la naturaleza parece haberlos impulsado a la realización de este nuevo libro: un volumen gigantesco por su tamaño, pero, sobre todo, por el monumental trabajo que debió realizar el fotógrafo para poner en imágenes la belleza y la vulnerabilidad de la Tierra al mismo tiempo.
Lo concretó luego de treinta y dos viajes alrededor del globo donde tomó infinidad de fotografías que son un documento sobre los sitios más intangibles del mundo, pero también una advertencia. Un recordatorio fotográfico impiadoso sobre la ruptura que existe hoy entre el ser humano y su ambiente, y una indicación de aquello que es realmente importante para la vida e ignoramos constantemente. No hay que olvidar que este proyecto de Salgado nació luego de la enfermedad que lo atrapó luego de años de fotografiar la muerte en forma directa para ilustrar sus libros anteriores. Hasta confiesa que lo empezó como un intento de curación.
SALGADO Y SU ESPOSA EN SU FINCA DE MINAS GERAIS
Quizá por eso Génesis se asemeja bastante a un rezo. A una oración fotográfica ofrecida a la naturaleza y al hombre. Una invocación que Salgado fue construyendo apoyado en dos pilares: los lugares donde el planeta está aún casi como en el día de la creación y ciertas comunidades aborígenes que viven todavía en relación armónica con el planeta. Sobre esos paisajes impolutos del mundo y sobre esos grupos humanos que aún no han roto su pacto de armonía con el medio ambiente se asienta este libro que Salgado divide en cinco grandes capítulos: Los confines del sur, Santuarios, Africa, Tierras del norte, Amazonía y Pantanal. En todos ellos el esplendor fotográfico es la norma y es difícil elegir alguna imagen en particular. Aunque hay algunas fotografías que van más allá de la destreza normal que podría tener un muy buen fotógrafo. La imagen de un río que atraviesa las dunas de Erg Ubari en Libia, la fotografía de una mujer sacudida por el viento siberiano, o unos caimanes que parecen estar conversando en el Pantanal brasileño resultan imágenes absolutamente apabullantes. Pero, además, la impecable calidad de las fotografías de este libro está acompañada por la bellísima impresión de este edición italiana de Taschen que llega ahora a la Argentina. Por eso, tal como en otros libros de Salgado, nadie que pase las páginas de Génesis quedará indemne.
No es menos cierto, tampoco, que la amplitud de la idea que intenta poner en imágenes Génesis parece casi inabarcable y el caudal de fotografías se vuelve por momentos agobiante. Como si el enamoramiento de Salgado por su nueva pasión ecológica no encontrara límites. Tal vez por eso –también hay que decirlo– el espectáculo apologético de la naturaleza que propone Génesis se vuelve a veces excesivo. Como si fuera el grito desesperado de un adolescente, enamorado por vez primera, que mezcla el amor real con el fuego fatuo que late dentro de sus vísceras.
Por otra parte, y quizás en la prosecución de un afán épico que tiene todo el libro, algunas de sus fotografías parecen excesivamente trabajadas. Pero la tentación por el impacto no es una buena amiga de la fotografía actual, un arte tan fácilmente manipulable en estos tiempos. Con los nuevos sistemas de fotografía y reproducción de imágenes, la distancia entre realidad y ficción se vuelve cada vez más difícil de discernir. Y, al menos hasta que la excitación por las posibilidades técnicas que brindan los nuevos sistemas digitales se aquiete, sería mejor quedarse con lo que hay delante de la cámara en estado puro. Salgado ya ha demostrado con creces de que es capaz de con
Tal vez sea sólo la inmensa destreza con la que están hechas las imágenes alucinadas de Génesis aquello que hace que sus fotografías parezcan, a veces, irreales. La cercanía del fotógrafo a un elefante marino en una imagen tomada en las islas Georgias del Sur, una serie de retratos de aborígenes de Nueva Guinea y de Mato Grosso retratados sobre fondos negros, y ciertos paisajes de Alaska y Canadá que podrían haber sido pintados por Miguel Ángel para formar parte de su propio Génesis en la Capilla Sixtina plantean esa inquietud. Aunque quizá sólo confirmen que la capacidad de Salgado como fotógrafo sea paranormal. O, tal vez, aliada de un ecologismo multimillonario en boga, que toma cachaza afligida en el sertão y orina champagne en los vernissages de Place Vendôme.
Cuando cerré Génesis en aquella terraza romana de Marcucci, las gaviotas desaparecieron. Imaginé que habrían escapado en busca de los inefables paisajes de Salgado. Yo, en tanto, quedé pensativo y repleto de imágenes. Con la sensación de haber estado en una orgía. No de Heliogábalo, sino visual. Salgado había arreglado mi día romano: lo había vuelto perfecto. Y producir un sueño no es poca cosa para un libro.
© Marcos Zimmerman, Página 12