El caldo de “cultura” del nazismo
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A pesar del estilo neoclásico, típico de la época nazi, el edificio fue mantenido en pie. Sin dudas, se trataba de un lugar emblemático de Berlín. Pero en 2008 el gobierno alemán decidió cerrar el aeropuerto de Tempelhof. ¿Qué harían con el gran edificio? Algunos temieron que lo tiraran abajo. Ahora está protegido como patrimonio cultural, y hay un pedido para que la Unesco también lo reconozca. A pesar de haber sido construido durante el régimen de Hitler por uno de sus arquitectos preferidos, y tener bien visibles las águilas imperiales.
De modo que cultura y nazismo pueden ir de la mano. Hace un tiempo que también los estudiosos del modernismo se preguntan si esto, que se creía una contradicción, lo es sólo en apariencia. Bajo esta premisa el crítico literario Wolfgang Martynkewicz escribió un libro curioso: Salón Deutschland (Edhasa). Al parecer, retrata la conversión al nazismo de un reconocido salón literario de la ciudad de Munich, regenteado por una princesa caída en desgracia y un rico editor de libros de arte: el matrimonio Bruckmann. Tras una segunda mirada, el libro plantea con gran detalle las imbricaciones no tan paradójicas entre los intelectuales, los artistas, y el fermento de ideas que acabaría en el nazismo. Los Bruckmann fueron parte de esa alta burguesía que a principios de los años veinte terminó apoyando ideológica y materialmente el surgimiento del partido nacionalsocialista, y a su debilitado líder tras el fallido golpe de Estado de 1924: Adolf Hitler. Este hecho no es llamativo si consideramos que el acceso definitivo de los nazis al poder, en 1933, se dio a través de la alianza con el partido conservador. Pero lo que el libro de Martynkewicz muestra es que ese mismo salón había sido, treinta años antes, uno de los corazones del enorme movimiento artístico e intelectual de la ciudad. Los poetas Rilke y Hofmannsthal fueron visitadores asiduos; Stefan George, una suerte de gurú de la poesía y las artes de fines del siglo XIX, también era recibido de vez en cuando. Otros del círculo de los cósmicos, como Karl Wolfskehl, frecuentaron a la princesa, y también el grafólogo y cosmógono Ludwig Klages, admirado por Walter Benjamin, y amigo personal de la dueña de casa.
En el salón de los Bruckmann se celebraba la renovación de la danza (todos habían ido a ver a Mary Wigman) y se patrocinó, en los primeros años del siglo, el nacimiento y la consolidación del Jugendstil. Se discutía de arquitectura, pintura y poesía; las ideas más generales estaban a cargo de lo que Martynkewicz llama “los artistas de la ciencia”, esa corriente muy dispar que, en algunas de sus vertientes, fue el antecedente inmediato de las teorías de la renovación de la cultura que sirvieron de preliminares de la Primera Guerra y de los argumentos racistas que alimentaron las falacias de Mi lucha . Entre ellos, Houston Stewart Chamberlain, un inglés germanófilo autor de los Fundamentos del siglo XIX, publicado con gran éxito en la editorial de los Bruckmann en 1899. Cultor de un orgulloso diletantismo, Chamberlain fue uno de los primeros defensores del antisemitismo como principio de la cultura y del gobierno, de la cuestión racial y del antiliberalismo que iría en incremento hasta los años treinta en Alemania. Para ser admirado no tuvo que esperar a Hitler; ya había sido consejero del emperador Guillermo II. En este tipo de teorías quedaban entretejidos dos momentos casi indisociables del modernismo: la idea de la decadencia de la cultura y la necesidad de un nuevo comienzo. Lo que extraña hasta cierto punto es que ese deseo de renovación se vea reflejado también en los movimientos más progresistas y revolucionarios del arte de principios de siglo, esto es, en cierto modo, que el mal y el bien coincidan; o al menos, que lo bello y lo bueno no coincidan del todo.
Aunque muchos de los pioneros del estudio del fascismo y su relación con el arte se negaban a aceptarlo, hay muestras de que el fenómeno Tempelhof, podríamos decir, no es algo aislado. En el fondo, lo que está en juego es qué se espera del arte, del poder y de los artistas, y en qué combinaciones estamos dispuestos a pensarlos. En su libro Modernismo y fascismo , Roger Griffin vuelve a plantear el problema, advirtiendo que es absurdo negar el carácter renovador del fascismo. Pero para convertir estas ansias de renovación dentro del nazismo y del régimen de Mussolini en modernismo, hay que volver a pensar esta idea, sin reducirla a su mayor manifestación: la vanguardia. Según Griffin, el modernismo fue un enorme conjunto de iniciativas individuales y colectivas europeas para combatir los efectos de la secularización y de las fuerzas de la modernización industrial. Su objetivo último, atravesando primero una innegable sensación de decadencia, era la construcción de una nueva realidad, una nueva cultura, una nueva temporalidad donde la utopía estaba presente. El término clave es lo nuevo. Pero si sabemos que el fascismo fue indudablemente reaccionario ante muchas de las manifestaciones de la vanguardia y el expresionismo, y cultor del mundo del pasado y de la vida campestre, ¿cómo considerarlo un movimiento renovador? Vista al través, o arrancada de la serie de la política, esta actitud reactiva podría ser expresión de un espíritu que también busca lo nuevo y que también rechaza la modernización impuesta por el gran avance industrial. Es decir: el arte y la cultura fascista como otro modernismo, uno nuevo para nosotros.
Salón Deutschland pone en evidencia a la perfección este cruce, ante todo en su período de gestación. Quien se haya preguntado cómo es posible que la mayoría de los actores de la Primera Guerra Mundial se hubiera entregado con tal entusiasmo a la gran matanza, y no se conforme con el mero argumento del nacionalismo, encontrará en Salón Deutschland un preciso y heterodoxo retrato de época.
El libro está armado como una gran galería de personajes y obras. Uno de los más llamativos es el retrato del joven literato que redescubrió las poesías y las traducciones de Hölderlin, y cayó en 1916 en la guerra. Era sobrino de la princesa Elsa Bruckmann. Y sólo el advenimiento del nacionalsocialismo, y la admiración incondicionada a Hitler, a quien recibía con todos los honores en su salón, sacaron a la dueña de casa de la depresión provocada por aquella muerte y por la derrota alemana en 1918. En ese clima de los años veinte, mezcla de abatimiento y ansias de renovación, la sed de lo nuevo cobró en algunos otro color: el pardo de las camisas de la primera milicia hitleriana. Después vendrían los edificios como Tempelhof y las películas de Leni Riefenstahl. Pero para los años veinte, ni Rilke ni Hofmannsthal circulaban ya por el salón; el grupo de los cósmicos se había disgregado; Ludwig Klages estaba refugiado en Suiza. En este sentido, el libro de Martynkewicz acaba por mostrar que un salón clave de la alta burguesía de Munich terminó, como tantos otros, admirando y secundando a Hitler, después de años de coqueteo con pensadores más liberales, más revolucionarios, algunos judíos y otros antisemitas. Que aquello que Hitler y Mussolini hacían era nuevo, una nueva destrucción, en eso no se equivocaron.