Feminismo estridente
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Una chica moderna (una chica que por ejemplo estudie alguna carrera universitaria en extinción o trabaje de editora en un sello ultracool que sólo publica autores de ensayo croatas o bielorrusos o que revuelva contenedores de basura en Berlín buscando prendas para venderlas en una feria vintage que luego monta ella misma en su casa) es probable que agarre este libro, lo abra por el índice y luego lo deseche, superada, diciendo: “Esto no es para mí”. Veamos los títulos de las primeras secciones: ¡Tengo la regla! ¡Me vuelvo peluda! ¡No sé cómo llamar a mis pechos! ¡Soy feminista! ¡Necesito sujetador! Ninguno de estos temas la afecta. Tal vez se considere a sí misma una feminista y vea de mal gusto que una escritora mujer ponga signos de exclamación delante de cada uno de esos acontecimientos que la sociedad se ha encargado de ridiculizar y comercializar. O tal vez se considere alguien que está más allá de la necesidad de la lucha de géneros y que todo este asunto de “cómo ser mujer” la tenga sin cuidado porque ella es moderna y viajada y lleva tatuado en el pecho algo de El arte de la guerra, de Sun Zi.
Sin embargo, Cómo ser mujer, de la periodista inglesa Caitlin Moran, no es ni un manual de estilo y levante after office para las treintañeras devotas de Carrie Brad-shaw, ni tampoco un decálogo de histerismo y melancolía urbana para las seguidoras de Lena Dunham. Moran es, sencillamente, única en su especie. Cuando se la escucha hablar en esos videos de YouTube (en los que se pasea por las distintas habitaciones de su casa mostrando su baño, su cocina, su armario y la colección de zapatos de saldo comprados con la remota esperanza de resultar sexy) uno tiene la vaga impresión de que está viendo a Fran Fine (la protagonista de la sitcom La niñera) pero en versión inglesa y trash. Moran es divertida. Y vale la pena leerla, no sólo porque haga reír (que hace reír, y mucho), sino porque entre todo el despliegue de tópicos sobre lo femenino hay frescura, inteligencia y una forma particularísima de escribir sobre las mujeres, que no esconde una vocación hacia los chistes guarangos, la escatología y una falta de reverencia barriobajera que honra sus orígenes.
La vida de Caitlin Moran bien podría ser el argumento de una película de Ken Loach, a quien tanto le gusta contar las vidas de obreros británicos que la pasan mal. Creció en un hogar de ocho hermanos que dependía de las ayudas gubernamentales y de las changas del padre. Una casa pobre de veras, donde lo más parecido a una torta de cumpleaños era una barra de pan partida al medio y untada con queso Philadelphia. Caitlin encontró una manera de compensar la estrechez económica y los piedrazos que le lanzaban sus compañeros de clase por ser gorda: leerse todos los libros de la biblioteca pública de Wolverhampton, el pueblo obrero al noroeste de Birmingham donde nació. Y así fue como un día se tropezó con Germaine Greer. Y le cambió la vida.
Moran es la hija con onda de Greer. Sin necesidad de apelar a la furia del feminismo radical y a la raigambre marcusiana (ni a ninguna otra raigambre, a decir verdad, salvo la que le dicta su disparatada cabeza), Moran inventa un feminismo inmisericorde, sucio y ateórico basado en historias bochornosas sobre su propia vida y que no tiene reparos en poner a Lady Gaga en la vanguardia del cambio social. “No hay necesidad de que nos arrojemos a los pies de un caballo, ni siquiera de un burro. Sólo hace falta que miremos las cosas de frente y luego nos echemos a reír.” Desde luego la historia está de su parte. Viendo las vidas de Sylvia Plath, Dorothy Parker o Juana de Arco, la verdad es que dan ganas de ponerse a hornear galletas sin parar y no salir más a la calle.
Moran –a quien Martin Amis definió como “más macho que los machos”– escribió su primera novela a los quince y trabaja como periodista desde los dieciocho. En 2010 recibió el premio de la prensa británica a la mejor columnista del año y tiene más de cuatrocientos mil seguidores en Twitter. Cuando escribe parece que lo hace siempre desde el fondo de un bar, acompañada por una pandilla de gente que se lo pasa bomba en la vida. Pero cuidado, eso de ninguna manera significa que su escritura o sus ideas sean superfluas.
Apoyada en la teoría criminalística de las “ventanas rotas” (según la cual basta con una ventana rota en una casa para que ésta se llene de okupas), Moran advierte contra esas preguntas insidiosas que suelen hacernos a las mujeres y que son como piedrecitas lanzadas contra un cristal, no lo van a quebrar de una, pero a la larga son un ataque muy eficaz: ¿Cuándo vas a sentar cabeza? ¿Cuándo vas a tener hijos? ¿Y el segundo? ¿Para cuándo el segundo? La autora trata por todos los medios de romper con los clichés: las mujeres ya no son el ángel del hogar como en la época victoriana, pero tampoco tienen que sentirse obligadas a salir de la casa para sentirse realizadas, argumenta.
El feminismo de Moran es el feminismo del sentido común, de la calle, del grito cuando haga falta y de la risotada. “El feminismo es demasiado importante para que se lo dejemos a los académicos”, dice Moran. ¿Feminismo optimista? ¿Feminismo aguado? Más bien Moran se basa en el viejo concepto de concienciación feminista. Hay que sacudir mentes. Hay que militar. Hay que volverse insoportablemente visible y estridente del modo que sea. Hay que subirse a una silla y dejarse crecer un mechón blanco en el pelo. Hay que echar pestes contra la depilación brasileña.
Una de las cosas más encantadoras de Moran son sus contradicciones (o lo que algunos detractores consideran contradicciones) y cómo ella consigue escabullirse con simpatía. La misma mujer que defendió en su famosa columna del periódico británico The Times las celebraciones por el fallecimiento de Margaret Thatcher argumentando que la Dama de Hierro representaba la pobreza, los disturbios y la desolación de su pueblo, no tiene reparos en decir que le encanta ir por ahí en jet con Lady Gaga. “Sí, soy una exitosa mujer de clase obrera. Tengo un collar de oro donde puedes leer: SOCIALISTA.”
© Ariadna Casternallau, Página 12