Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

El espectáculo de la masacre

Periodista:
Maximiliano Crespi
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

Cuando a mediados de 2001 Maggiori ganó el concurso “La Resistencia Literatura” (organizado por Alfaguara) con Entre hombres , el jurado –integrado por Juan Villoro, Alberto Fuguet y Rodrigo Rey Rosa, entre otros– notó allí “una voz nueva” que irrumpía en la narrativa contemporánea “con la contundencia de un cross a la mandíbula”. La afirmación no faltaba a la verdad. El policial negro con que Maggiori se presentaba en sociedad era novedoso, impactante y desprejuiciado: se ligaba al formato “pulp” de los subgéneros policiales norteamericanos y asumía su filiación con el realismo sucio de autores como Dashiell Hammett y Jim Thompson. Pero la evocación arltiana de la justificación –retomada luego en los elogios de Ricardo Piglia– daba cuenta más bien de la irrupción inesperada, en el escenario argentino post-década del 90, de una literatura que ponía en escena una crecida espiral de muerte y destrucción derivada de una pesquisa feroz, producida en un contexto social inestable y gobernado por el cinismo, la corrupción y la violencia. Era un golpe calculado y venía a “resistir” también a la homogénea calcificación de un canon que, en complicidad con una década de espectacularidad grotesca, rendía pleitesía sumisa a las poéticas del delirio, el despilfarro y la frivolidad.

 

Sin embargo, leída doce años después y luego de Poesía estupefaciente (un volumen de relatos flemáticos que, a excepción del extraordinario “Emú 2020”, insisten en anclar la ficción en lo marginal y lo delictivo), la apuesta estética de Maggiori empieza a exhibir sus límites ideológicos y sus contradicciones. Unos y otras se condensan en los lugares comunes de la tipificación, acaso porque el realismo es una poética de género siempre determinada por la concepción de realidad que le es contemporánea. La novela es una placa sólida, una plancha de metal cuya uniformidad decanta en una consistencia problemática. La violencia y la devastación se imprimen sobre todos los aspectos de la intriga (tejida tácticamente sobre personajes soldados en un idiolecto marginal y compartido), sin perdonar resquicio. La eficacia del tempo narrativo, la sintaxis limpia y la intensidad de una trama atractiva sintetizan en un texto donde la ficción queda siempre supeditada a la fábula. El relato se vuelve, en efecto, tan desolador como previsible; porque las escenas (que serializan la crueldad) se suceden unas y otras bajo el inflexible imperio de la fatalidad.

 

La fábula es, a la vez, áspera y lineal. En el duro cordón del conurbano de Maggiori no hay lugar para los buenos, los indecisos o los tibios. La sola concesión de inocencia a Yiyí (la puta muerta de sobredosis) es menos un guiño feminista que un resabio homofóbico (frente a la cosificada descripción de los travestis ejecutados) y viene a ratificar la vigencia de la ley de la selva. Los que hacen y deshacen son los hombres. No todos; sino los que se asumen abiertamente en lo monstruoso: fiolos sanguinarios, políticos frígidos y corruptos, policías militantes del gatillo fácil, violadores, torturadores, vivillos, chantajistas, testigos y confesores que hacen de la mendacidad el vehículo de la traición, vagos abyectos y fracasados, delincuentes salvajes, solitarios todos, egoístas, drogadictos o alcohólicos todos, descamados todos por la “vida perra” de cualquier gesto de humanismo y sensibilidad.

 

Es lo que hay.

 

Y en ese haber la ficción naturaliza la percepción afiebrada y brutal que vuelve obvio el desenlace de la fábula: toda cacería termina siempre el espectáculo orgiástico de la masacre.

 

La perspectiva no es ingenua. Maggiori hace foco en los “monstruos”, y no en sus relaciones. Las excluye casi con deliberación quirúrgica. Así, lo monstruoso de la “mala vida” se da como naturaleza, como si la hostilidad o la indiferencia no fueran también productos de la historia. En tal situación, todo contrato queda sin efecto y toda aprehensión dialéctica se revela ilusa y voluntarista. La violencia toma el lugar de la historia y reduce los personajes al mero mecanismo de su expresión. Para cada uno, el otro no es más que lo que representa: una utilidad con fecha de vencimiento. La violencia y la necesidad imponen fatalmente en una demanda cíclica: “Asesinar lo ponía ansioso, la ansiedad le despertaba el hambre, la comida le quitaba el hambre, la saciedad lo volvía un asesino. Un círculo perfecto”.

 

En un universo concebido desde una imaginación masoquista (sólo el masoquista es capaz de abrazar amorosamente lo sádico), donde la causalidad se neutraliza y el destino se impone como revelación de lo irreversible, el deseo brilla por su ausencia y los restos de lo placentero se gravan siempre como narcóticos. El relato de los sueños es, en este punto, poco más que la continuación –por otros medios– de la tortura producida en la vigilia: el anticipo de una condena o el eco morboso de una resignación. No hay que ir a los devaneos del doctor-linyera sobre el amor para corroborar que en la novela toda relación cuaja en autoritarismo. Ni hay que ser muy perspicaz para percibir, tras la épica del coraje, la baba espesa de una colocación cínica.

 

El espectáculo de la violencia y el conjuro de la queja cambalachista son lo más explotado por los medios y “lo mejor repartido” en el sentido común. La determinación de montar la imaginación literaria sobre ese risco es tan oportunista como canalla su justificación. Es presentarla postrada ante la máxima de la “única verdad”. Es alimentar y alimentarse del populismo de “lo sabido”, de la doxa que engorda el prejuicio del “hombre común”, de la clase (media) que vive la paranoia de una conspiración permanente (apenas caricaturizada en el delirio del carnicero): son todos faloperos, todos corruptos, todos delincuentes, todos tránsfugas. Es, finalmente, resignar el deseo a cambio de la aceptación.

 

La novela de Maggiori se desarrolla sin fisuras, pegada a su propia imagen. Y se malogra sin sorpresas, como haciendo cuerpo la fatalidad que narra. La razón es simple: parasita el lugar común del desasosiego y traiciona su propio fundamento aferrándose a ese sexto sentido “que empuja a ciertos perros a morder la mano del que les da de comer”.