La trama oculta del crimen
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- Osvaldo Aguirre
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En el comienzo hay un cadáver en el ascensor de un edificio. Se trata de una muerte natural, y de una práctica de rutina: el traslado de los restos de un hombre desde el lugar en que falleció hasta la sala del velatorio y después al cementerio. Una voz se apaga y otra habla en su lugar, la del narrador que cuenta la muerte de su padre sin manifestar ningún dolor. La distancia tiene un significado que el protagonista comprende: hay algo que huele mal en su vida, en su entorno, en la ciudad que lo aloja. Polígono Buenos Aires se despliega vertiginosamente a partir de esa revelación.
El padre no fue precisamente un buen ejemplo. No tanto por estar ausente sino porque su ámbito fue “el lado oscuro de la política” y su oficio consistió en adecuarse a los requerimientos de cada época: pistolero sofisticado en los 80, ejecutivo en los 90, el legado que le deja a su hijo está cifrado en una máscara del Hombre Araña que utilizó en uno de sus golpes. El resto de la familia no es mejor. La madre continúa con los negocios en medio del velatorio y hay un tío que reduplica la figura paterna: eximio estafador, se dedica a la experimentación genética y con ratas y pieles de chinchilla.
El protagonista y narrador viene de traficar cocaína durante un par de años y de ser rescatado. Desde entonces vende marihuana al menudeo. Pero así como la muerte del padre reaviva la novela familiar, está envuelto en una red de la que no puede desprenderse y se ve obligado a malvender su casa a unos traficantes que introducen una nueva droga en el mercado, especie de paco para los ricos que tiene su boca de expendio en el pasaje subterráneo que cruza la avenida 9 de Julio.
Del microcentro de Buenos Aires a los barrios, de Avellaneda a San Fernando, el personaje se mueve en un espacio hostil en el que tiene que desplazarse y borrar sus huellas. Por eso le cuadra la máscara del Hombre Araña, “el estilo del que se vive yendo”, y también la de Diógenes de Sinope, el filósofo de la escuela cínica que recorría las calles de la Antigua Grecia pidiendo que le mostraran un hombre honesto. Es verano, y el clima le aporta una vuelta de tuerca todavía más asfixiante a la ciudad, una atmósfera que se vuelve de pesadilla cuando cae la noche y comienzan a aparecer personajes que pasan desapercibidos a la luz del día: los que viven a la intemperie, los que se hacinan en los hoteles familiares, los gestores de las casas tomadas. El protagonista de la novela se mueve como un cazador alerta a las señales del mundo exterior, “de la noche que, como un animal herido y asustado, en cualquier momento puede darte una sorpresa”, y de las especies exóticas, como un grupo de ucranianos que se dedica al tráfico de uranio enriquecido. La historia de Polígono Buenos Aires es también, entonces, la de una ciudad que poco a poco configura una trampa, como si el personaje corriera por un túnel que se hace más angosto a medida que avanza hacia la salida, mientras deja atrás una especie de tierra arrasada.
Las drogas, los circuitos delictivos de la economía, el management mafioso son circunstancias de las que se ocupa la literatura argentina contemporánea. Lo que singulariza a esta novela es una ficcionalización concreta y en detalle de personajes y márgenes en general desconocidos por los escritores o tratados con estereotipos; y, además, el hecho de que la violencia no está sólo en el plano de la historia sino que se filtra en la sintaxis y el léxico. Es el castellano en zigzag que hablan los ucranianos, la “sarasa sasa” con que se regodea uno de los personajes y sobre todo la crispación y el ritmo acelerado que marcan el tono de la narración. Un lenguaje que fisura el relato y produce frases desmesuradas e intensas en sus puntos de corte y de quiebre, como “el canon estético berreta de normalidad telefé para toda la familia color beige” que el protagonista observa en un edificio o las “lóbregas toneladas de hermosura que se pudre”, como define la vida cotidiana en cocaína. La pregunta por el sentido atraviesa la novela desde el principio, cuando los restos del padre no son más que un objeto de la rutina funeraria y no parece haber nada después de la muerte, ni siquiera un sitio para el duelo. Por eso es que el narrador vuelve una y otra vez al cementerio de la Chacarita y por eso, también, es que la sombra del ausente retorna como alucinación, en el momento en que justamente hace falta un padre, como guía y a la vez como figura a la que oponerse. No es que el narrador persiga una reflexión o una idea que finalmente lo tranquilicen con la certeza de haber concluido un aprendizaje, una experiencia. Más bien pone entre signos de pregunta las convenciones del lenguaje, el sentido literal de las palabras. De las preguntas que tienen respuestas obvias, dice, se puede llegar a lugares inesperados. No en función de un ejercicio intelectual sino para reacomodar las piezas que componen un orden siniestro y disolver el peso del pasado y de lo espantoso.
Ya está dicho que la novela puede registrar las tensiones y los conflictos de su época, o fabular sobre aquello que la normalidad solamente comenta; Marcos Herrera disuelve ese lugar común y demuestra de qué manera se puede hacer literatura con los materiales más impuros y más revulsivos.