De la fragilidad como punto de apoyo
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- Silvina Friera
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La íntima distancia de dos heridas que cuesta nombrar. En el principio hubo algo externo, “una silenciosa energía que la cegaba y gobernaba sus días”, “una sensación de poder que alejaba cada vez más los límites del ayuno y el sufrimiento”. Delphine de Vigan tenía entonces 19 años y un frío inimaginable invadió su escuálido cuerpo, un esqueleto de 36 kilos y un metro setenta y cinco. Un frío que –como escribiría años después en su primera novela Días sin hambre (Anagrama), publicada en 2001 bajo el paraguas protector del seudónimo Lou Delvig– le anunciaba que había llegado al final y que tenía que elegir entre vivir o morir. La delgadez como grito extremo. ¿Cómo se puede llegar a esto?, le dice la enfermera. “No es un reproche –aclara Laure, la narradora–, tan sólo una pregunta que se formula en voz alta.” Luego de varias novelas, otro episodio la enfrentaría a una escritura descarnada: la reconstrucción de la historia de su madre –quien antes de suicidarse ya anciana cargó con varias internaciones en neuropsiquiátricos por su bipolaridad– a través de testimonios familiares, un diario que la madre misma escribió y recuerdos fragmentarios de esa hija escritora que descubrió el cadáver de su madre, que llevaba varios días muerta y “estaba de un azul pálido mezclado con ceniza” como se lee en Nada se opone a la noche.
En ninguna de estas novelas autobiográficas De Vigan desbarranca por exceso de emoción y sentimentalismo. Al contrario, encuentra la respiración justa, un modo singular de acercarse a la médula de asuntos delicados alejándose del melodrama de la muchacha anoréxica o la anciana suicida.
De Vigan se presentó ayer en la quinta edición del Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), en un panel donde compartió con Sylvia Molloy y Lina Meruane la experiencia de narrar la enfermedad y sus tramas. “Evito el melodrama en todo lo que escribo –confirma la escritora francesa en la entrevista con Página/12–, tanto en mis libros más autobiográficos como en mis ficciones. Siempre tengo el deseo de intentar, si es posible, introducir un poco de humor, de distancia. No sé si el lector se da cuenta. En Nada se opone a la noche, hay escenas que son para mí graciosas, las escribí pensando en darle un poco de humor, pero a veces no se percibe así. A pesar de mi voluntad de escapar del drama, creo que muchos lectores están demasiado atrapados por la historia. En la escritura persigo una forma de puesta en distancia. Cuando escribí estos libros más autobiográficos, hubo momentos en que yo misma estuve inmersa en la emoción; entonces salía a caminar un poco, a dar una vuelta, porque sé que no es con esa emoción con la que tengo que escribir. La escritura es un trabajo que necesita de la distancia.”
La escritora francesa que nació en 1966 en Boulogne-Billancourt y vive en París revela que en Días sin hambre quiso soslayar el discurso sobre la anorexia, que para ella continúa siendo “básico y reductor”. Lo logró sorteando la tentación de nombrar la anorexia a cada página y procurando no caer en énfasis psicoanalíticos. La palabra se menciona sólo un par de ocasiones. Lo justo y necesario. “Quería mostrar cómo el personaje vive su enfermedad, porque cuando uno está enfermo no alcanza con saber que eso se llama anorexia. La realidad es mucho más compleja y la cura es difícil de alcanzar. La enfermedad no es nombrada inmediatamente; no sirve para explicar lo que vive la protagonista –subraya De Vigan–. En el caso de mi última novela es distinto. Lo que quería trabajar es la dificultad de asumir la palabra suicidio con respecto a mis hijos. Y cuento cómo les había dicho, con metáforas y rodeos, que la abuela había muerto. Y mi hijo, finalmente, me llevó a la verdad más brutal cuando me preguntó: ‘¿Entonces la abuela se suicidó?’. En esa especie de ‘diario de hospitalización’ donde Laure debe aprender a comer nuevamente, aparece un personaje entrañable: la argelina Fatia, también internada por anorexia. “Esta mujer de otra cultura de pronto tenía una enfermedad muy occidental. Ella misma no entendía lo que le pasaba –recuerda–. Yo no estoy segura de que la anorexia de Fatia signifique lo mismo que la de una joven francesa. Este misterio era lo que quería decir y después me pregunté si la palabra ‘anorexia’ existía en árabe. En aquel momento no, tal vez ahora sí.”
–¿Por qué el discurso sobre la anorexia es básico y reductor?
–Hay tantas anorexias como anoréxicas; es una enfermedad compleja que tiene que ver con muchas facetas distintas. Hay una dimensión que estaba ausente del discurso sobre la anorexia hace unos quince años, y es la noción de adicción. La anorexia es una forma de droga, es decir que en el estado de ayuno y desnutrición hay algo que se parece a la anestesia; una manera de mantenerse a distancia y protegerse emocionalmente, como cuando alguien se protege bebiendo alcohol o tomando drogas. El médico que me trató realizó muchas investigaciones sobre animales y mostró que algunas especies, particularmente las fieras, quedan en ayuno antes del combate porque se sienten más fuertes. Algo que me llamó mucho la atención es que cuando estaba enferma no lloraba. Pasé dos años sin llorar. Sin embargo soy alguien que llora fácilmente. Empecé a llorar de nuevo cuando me curé.
–Tanto en Días sin hambre como en Nada se opone a la noche procura eludir el camino más fácil: echar la culpa de todo a la familia. Más bien sucede lo contrario y pone de relieve la densidad de la anorexia y el suicidio como tópicos...
–Las cosas son más densas, es cierto. Los vínculos familiares, la historia familiar, forman parte de nuestra construcción y por lo tanto necesariamente de nuestras fallas, falencias y fragilidades. Pero también en la familia encontramos nuestras fortalezas. Cuando tenía veinte años, cargaba las culpas sobre mi familia. Hoy siendo yo misma madre y observando una cantidad de cuestiones alrededor, felizmente hay otros aspectos que entran en juego para nutrirnos y para construirnos; aspectos que están en lo más profundo de nosotros mismos, algo que tiene que ver con la personalidad irreductible de cada uno. Hay cosas que vienen del exterior, de un círculo de relaciones que está por fuera de la familia y que tiene un papel muy importante. Mi historia familiar me dio mucha fuerza y al mismo tiempo una gran fragilidad.
–¿Por qué la fragilidad, la vulnerabilidad, es uno de los motores que la impulsan a la hora de escribir ficciones? ¿Qué encuentra en esa zona?
–No podría decirlo, no sé responder esta pregunta. Compruebo que la fragilidad está en el centro de mi trabajo porque ya escribí seis novelas y finalmente todo gira alrededor de esta noción de fragilidad, de falla, de renunciamiento, de cómo se hace para avanzar, para continuar. Sin duda hay resonancias muy personales y muy íntimas, pero en el fondo no sé muy bien cuáles. Cuando escribí No y yo, trabajé sobre una mujer de 18 años que vive en la calle y que conoce a una chica más joven, una chica superdotada. El libro narra el encuentro de estas dos marginalidades. Yo no soy superdotada y no viví nunca en la calle, pero estos personajes me son muy cercanos. Lo que me interesa siempre es cómo se aprende a crecer y a utilizar las fragilidades como puntos de apoyo en el mundo.
–¿Escribió mucho mientras estuvo internada, como aparece reflejado en Días sin hambre, o es parte de las licencias de la ficción?
–Sí, escribí mucho, pero escribía desde hacía tiempo. Entre mis doce y treinta años llevé un diario íntimo, decenas de cuadernitos. Esta escritura no estaba destinada a ser leída, sino más bien a mi supervivencia, a mi anclaje en el mundo. Esos cuadernos me fueron útiles para escribir Días sin hambre y Nada se opone a la noche. No puedo tirar este diario íntimo, pero siempre digo que si un día me pasa algo no quiero que se publique porque mi verdadero trabajo como escritora empezó después (risas).