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El rigor necesario frente a las complejidades de la Historia

Periodista:
Eduardo Anguita
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Nacionalismo y liberalismo económico en la Argentina, de José Carlos Chiaramonte, apareció en las librerías en 1971. Convertido ya en un clásico sobre el tema, a mediados de mayo pasado se publicó una sexta edición. Esta reedición coincidió con la publicación de Tradiciones en Pugna. 200 años de Historia Argentina, libro que, compilado por Eduardo Jozami, reúne textos de Osvaldo Bayer, Luis Hipólito Alén, Dora Barrancos, Eduardo Basualdo, Eric Calcagno, Hernán Camarero, José Carlos Chiaramonte, Guillermo David, Eduardo Luis Duhalde, Ana Frega, Juan José Giani, Noemí Goldman, Horacio González, Martín Gras, María Pía López, Lucila Pagliai, León Pomer, Maristella Svampa, Ramón Torres Molina, Fabio Wasserman y Ana María Zubieta. Allí se abordan, como ejes centrales, la génesis de los conceptos “pueblo”, “Nación” y “Estado”; la cultura oligárquica y la exclusión del otro; el pasado y presente de los pueblos originarios; la violencia contra el disidente; la categorización de “enemigo”: el clivaje civilización y barbarie; las tradiciones políticas argentinas; la última dictadura cívico-militar y sus efectos perdurables en el cuerpo social, y se vislumbran escenarios futuros de nuestro país, desde la economía, la diversidad de géneros, la construcción de las memorias e incluso la significación de la ex Esma como espacio de derechos humanos y su posible evolución en el tiempo.
Chiaramonte y Jozami son, entonces, dos intelectuales indispensables a la hora de preguntarse por la argentinidad.
–Hay un debate necesario sobre la identidad. Y no es una excusa esta sexta edición de Nacionalismo y liberalismo económico en la Argentina…
José Carlos Chiaramonte: –Hubo dos ediciones en la colección que dirigía Gregorio Weinberg para Solar-Hachette, luego Ediciones Solar a secas. Más tarde se sumaron tres reimpresiones, concretadas por Hyspamérica y, finalmente, esta edición de Edhasa que, más allá de contener la edición original, agrega dos cosas importantes: un prólogo analítico de Eduardo Míguez, un economista que usa mucho el libro en sus clases, y un agregado mío donde cuento el contexto historiográfico y político del libro, cosa que ya había hecho en la reedición de La ilustración en el Río de La Plata. Siempre me ha parecido importante contarle al lector que, en esa época, la historiografía estaba subsumida a la historia económica. En otras palabras: lo que no era historia económica parecía carecer de cientificismo. Escribir un libro que aportara análisis desde varios planos era una hazaña. La idea, creo que lograda, era contribuir con un análisis bien hecho sobre si existe o no una burguesía nacional. Un tema de la época. Me encontré con lectores que me decían: “Sensacional, pero cada página que leía la rompía y la tiraba”. En esa época, por el terror a la represión, la gente se desembarazaba de los libros polémicos que podían ser sospechosos.
–Durante la dictadura, los que estábamos presos en la Unidad 9 de La Plata leíamos, en un aula muy pequeña, economía. Y como solamente dejaban entrar libros muy a tono con el liberalismo ortodoxo leímos a un economista norteamericano. ¿Cómo surgió la convocatoria abierta a distintas miradas de Tradiciones en pugna?
Eduardo Jozami: –Por este cada vez más creciente conocimiento por la historia argentina en el Bicentenario. Nos pareció que el Centro Cultural de la Memoria debía convocar a un debate de estas características. Es el estilo que hemos tratado de llevar adelante. Por supuesto que tenemos nuestras posiciones claras. Basta simplemente mencionar que estamos trabajando en el predio de la ex Esma. Tenemos un compromiso muy fuerte con la memoria y definiciones muy claras sobre lo que fue la dictadura. Pero al mismo tiempo creemos que es necesario que el proceso de la memoria esté, por un lado, acompañado de la investigación historiográfica y, por otro, que en la gestación de la cultura de la memoria estos debates sean fundamentales, siempre que se hagan con la amplitud necesaria. Porque me parece que la discusión sobre la historia argentina es mucho más complicada de como a veces se la presenta. En los años ’60 pudo parecer que había sólo una historiografía liberal, aunque a principios de siglo, con la nueva escuela histórica esto no sería cierto. Que había un único cuestionamiento a esa historiografía liberal que era el revisionismo histórico. Después descubrimos que había, en ese revisionismo histórico, posturas bien diversas. Y que la crítica a la tradición liberal argentina podía hacerse desde tradiciones y miradas muy diversas. Entonces, eso fue lo que nos llevó a reunirnos a muchos de nosotros que, desde un punto de vista cívico, para usar una palabra que hoy no se usa mucho, seguramente no tenemos diferencias tan grandes: nadie está a favor de la dictadura, se piensa en un país más justo. Claro que, frente a la historia argentina, teníamos miradas distintas. La lectura de las visiones diferentes nos enriqueció como lectores.
–Chiaramonte, usted dirige el Instituto de Historia de la Universidad de Buenos Aires. Se presenta, siempre como un “pasadólogo”, no “presentólogo” y mucho menos “futurólogo”. Pero cuando uno está convocado a uno de estos debates, siente que es “presentólogo” y puede decir si se siente a gusto o no. ¿Cuál es su mirada sobre estas cosas? ¿Cómo se siente usted, que tiene que trabajar con el rigor ante intercambios que mezclan opiniones distintas?
J. C. Ch.: –En la mesa convocada por Jozami para presentar el libro en el Centro Haroldo Conti, yo mencionaba esa línea del Martín Fierro que dice: “Porque saber olvidar también es tener memoria”. Es cierto, yo dirijo el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, de la UBA. Es una institución que recoge a gente de muy diversa formación cultural y posturas ideológicas distintas. Pero allí el común denominador es practicar la Historia en términos científicos. Lo que usted plantea es otro tipo de relación, llevada a cabo con quienes consideran que la historia es un instrumento político. Esto es una postura con muy buenos antecedentes. En Alemania abandoné un proyecto porque escuché que el fin de la Historia era formar la identidad nacional. Es preocupante escuchar eso a escasos metros de un campo de concentración nazi y por personas que se llamaban a sí mismas “socialistas” o “liberales” o “socialdemócratas”. Es una tradición que viene de la didáctica de la historiografía alemana y europea en general y que dice que la Historia no es una disciplina como las demás, que debe tratar de analizar sus objetivos prescindiendo de todo prejuicio pero adopta un prejuicio como punto de partida: el de estar al servicio del interés nacional. Entonces, nuestra postura es hacer Historia sin someternos a ningún prejuicio: ni ideológico, ni religioso, ni de ninguna índole. Por eso no nos impedimos de conversar con amigos como un economista ya fallecido que para su hijo quería una Historia simplista de malos y de buenos. Creo que la Historia, manejada en función de servir a un ideal político, por más que estos ideales sean bien intencionados, por más honesta que se autoproclame, ya es una Historia prejuiciosa. Y ese es el peor comienzo que se le pueda ofrecer inclusive a quienes queremos servir ya sea al pueblo o a la nación, a quienes hay que ofrecerle el mejor producto posible aunque duelan, y mucho, los resultados de ese producto.
–Me gustaría retomar un personaje muy polémico en la historia que suele despertar pasiones a favor y en contra: Domingo Faustino Sarmiento. Jozami, ¿vos ves un diálogo entre miradas de la identidad nacional, no solamente historiográficas, sino miradas diferentes sobre nuestro pasado y presente, o ves todavía que se cae en las tentaciones de dividir entre “los buenos y los malos”?
E. J.: –Yo creo que se dan los dos fenómenos. Por un lado, se ha avanzado bastante en la investigación historiográfica como en ciertos proceso de divulgación de la Historia, y este libro prueba que hay condiciones para el debate. Pero, al mismo tiempo, me parece que el interés de la Historia aumenta mucho en los momentos en que la política vuelve a tener un espacio importante en la sociedad. Esto pasó en los ’60 y ’70 y vuelve a ocurrir ahora. Y tiene que ver con el momento sociopolítico que estamos viviendo y las transformaciones que se han hecho. En el interés que la gente pone en lo público porque ve que las cosas pueden cambiar. Eso suscita pasiones políticas muy fuertes. Y creo que hay, a veces, un recurrir a la Historia para intervenir en el debate político. Hubo historiadores académicos que salieron de la postura que habían tenido para participar más activamente en la escena política. Y en esos casos no hay buenas condiciones para el debate. Por ejemplo, en el análisis del tema Malvinas que convoca a todos los intelectuales argentinos pesa demasiado la valoración que se tiene del actual proceso político y ese juicio previo entorpece el debate. Habría que discutir cuáles son las posibilidades de una actividad científica en el área de las ciencias sociales y en particular de la Historia. Treinta o cuarenta años atrás se discutía mucho esa idea de Max Weber de que era posible una neutralidad valorativa en las ciencias sociales. Y mucha gente creía que no era así: que en última instancia uno debía ser riguroso en su trabajo de investigación, pero que era inevitable partir de ciertos presupuestos básicos muy teñidos por los valores de un determinado momento histórico de un sector social. En ese sentido, creo que uno puede tratar de hacer una Historia lo más científica posible mientras que, al mismo, tiempo, puede reconocerse en ciertas tradiciones. Eso no implica que uno escriba un libro llegando a conclusiones que parten de ciertas valoraciones. Sarmiento es un buen ejemplo. Es difícil que ciertas actitudes políticas y declaraciones llevadas adelante desde el gobierno por Sarmiento no motiven una reacción negativa de quienes pensamos en un país muy diferente. Ahora, al mismo tiempo, eso no nos exime de estudiar a un personaje tan rico como Sarmiento, que era un escritor extraordinario y que en algunos aspectos parciales tuvo actitudes que hoy consideramos progresistas, como su interés por la agricultura o su política educativa. Hay que estudiar Historia seriamente y esto plantea la discusión sobre cómo hacer la divulgación. Es importante que se debata sobre la Historia en la sociedad argentina. Creo ese divorcio que existe entre la divulgación y la cátedra no es bueno. Aspiro a que la investigación rigurosa vaya incidiendo cada vez más, corrigiendo, poniendo límites y aclarando la tarea de divulgación.
–Nacionalismo y liberalismo económico en la Argentina no es un libro de fácil lectura. Sin embargo tiene seis ediciones. Es un libro de consulta indispensable, ya que los datos que usted da son la base para hablar sobre los límites que tuvo la Argentina en el siglo XIX para no alcanzar el desarrollo industrial que tuvieron otras naciones. Estamos en el siglo XXI y, sin embargo, el tema de la burguesía nacional sigue siendo un tema que se discute con una pasión extraordinaria.
J. C. Ch.: –Se piensa que la Historia es diferente a lo que ocurre en otras disciplinas de las ciencias duras, ciencias que eligen sus temas de investigación por una condición de épocas. Hay un historiador norteamericano que sostiene que la Historia es una ficción. Eso hizo furor. Si yo lo hubiese sabido antes me hubiera puesto a escribir novelas y hubiera ganado mucha más plata que haciendo Historia. Pero otro de los más grandes historiadores le contestó: “Los historiadores debemos probar lo que afirmamos con evidencias y debemos construir nuevas formas que permitan apoyar lo que afirmamos”. Con una mala óptica sociológica y política se puede hacer una obra importante. Ahora bien: ¿eso hace bien a la política? No. Así, uno descubre que Sarmiento describe La Pampa sin conocerla directamente. Enseñamos historia antigua: ¿para qué sirve eso a la política? La relación Historia y política es mucho más compleja. Uno podría decir que la Historia es el campo donde se ponen a prueba las teorías políticas y sociológicas. Claro que el producto de los historiadores no va a brindar recetas para el mundo actual. Pero se puede extraer de libros como éste una imagen de la realidad que estaba en juego en ese momento y de ahí utilizarse para hacer un análisis político propio. Yo suprimí, adrede, un capítulo último sacando mis conclusiones. Quizás hice mal. Pero me planteé, en ese momento, que allí estaba lo que yo había conseguido sin prejuicios políticos. Las grandes cosas que consiguieron en materia de valores nacionales los países que rigen en el mundo fueron porque el negocio pasaba por allí. En 1880, el negocio, para quienes tenían la plata era ponerla en el campo. Y eso era muy difícil de variar desde el poder. La realidad era así y Fidel López dirigió un movimiento de nacionalismo económico. Pero yo encontré en documentos y papeles de esa época que cuando tenía que invertir dinero lo hacía en haciendas. Voy más allá, y esto sí puede causar cierto escozor: la Argentina perdió el tren. Por eso hubo veinte años de demora, que van desde 1831 a 1853, cuando, habiendo sido posible crear un Estado nacional, se hace una Confederación. Buenos Aires se refugia en la Confederación para impedir que le quiten la aduana, la libre navegación de los ríos e impedir que cese el tratado de libre comercio y navegación con Inglaterra. Una política totalmente liberal hecha por los gobiernos de Rosas. Cuando llega el capitalismo, la libre competencia de la segunda mitad del siglo XIX, ocurre lo que decía Alberdi: “España nos deformó. Ahora no nos queda otra cosa que seguir haciendo eso. Europa es el taller para nosotros y nosotros somos la granja para Europa”. ¿Sabe quién repite eso en los ’80, en el prólogo a su libro Instrucción del estanciero? José Hernández. Mi preocupación era tratar de preguntarme por qué había ocurrido lo que ocurrió prescindiendo de simpatías y favores. Aunque tuve la crítica de un alumno que me dolió porque tenía razón: en algunos capítulos se nota cierta simpatía por los argumentos esgrimidos.
E. J.: –Yo creo que en todo el libro se nota la simpatía por la postura que asumieron esos integrantes de la entonces clase dominante que pensaron en un proyecto industrialista en la década del ’70 del siglo XIX. Y cuando lo leí no sentí que por ello el libro fuera menos riguroso. Al contrario. Es muy difícil que alguien escriba en serio con todo lo que significa, como compromiso, una labor intelectual que demanda mucho rigor con una actitud aséptica. No creo que uno pueda trabajar sobre Sarmiento sin sentir bronca cuando dice que no hay que ahorrar sangre de gauchos y deslumbrarse, en otro momento, cuando ve que era un escritor extraordinario. La Revolución Francesa ejecutó al rey Luis XVI. Enrique Marí, filósofo argentino, hablando sobre el problema de la verdad, dice que este hecho fue contado de dos maneras distintas. Unos dijeron que el ciudadano Luis Capeto fue ajusticiado. Otros, que el alma del buen rey Luis subió al cielo. Hablaban, con distinto punto de vista, del mismo hecho. Entonces, yo creo que el caso de Chiaramonte es el mejor ejemplo de que se puede hacer Historia con pretensiones científicas sin por eso estar al margen de las corrientes. La gran polémica de los políticos de la tradición liberal es con Bartolomé Mitre. Porque él es el gran historiador. Los trabajos de Chiaramonte, que no hablan ni a favor ni en contra, son una de las contribuciones más importantes de las últimas décadas para tener otra mirada sobre los orígenes de la nacionalidad argentina distinta a la que fundó Mitre en Historia de Belgrano. La mirada de Mitre es muy ideológica, porque a partir de ahí se construyó una historia del predominio de Buenos Aires sobre el Interior. Así como también en Historia de San Martín, Mitre resalta el papel de la Argentina con el resto del continente. Trabajos como el de Chiaramonte contribuyen a la crítica de la versión mitrista de la Historia. Para eso no hay que ser revisionista ni adoptar una postura de enfrentamiento con Mitre. Simplemente hay que trabajar con rigor para ver y mostrar que la Historia es mucho más compleja de como se nos la quiso contar. Me parece muy difícil llevar adelante este trabajo sin sentirse permeable a las discusiones y valores de la época.