El depredador
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- Elvio E. Gandolfo
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Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Hermann Goering había mostrado de sobra su capacidad de “autopresentarse” (así le llama el autor) mediante gestos ampulosos y caballerescos, atuendos y acicalamiento entre espléndidos y pintorescos, y sobre todo una ambición desmedida, que lo había llevado a adueñarse de propiedades y terrenos, hasta un total de 200.000 hectáreas de bosque.
Se consideraba la mano derecha de Hitler, y el jefe máximo no lo desmintió: en cuanto invadió Polonia, lo nombró segundo en la línea de mando. Así les ponía un techo a sus ambiciones ilimitadas. A veces los enfrentaba la pasión de coleccionistas de arte que compartían con el Führer. Hitler tendía a reunir las obras para un futuro museo oficial; Goering las llevaba en cambio a su principal propiedad, “Carinhall”. Con hábitos depredadores, ambos mezclaban las compras, los robos, los regalos, y el expolio sistemático de las colecciones de judíos, a las que consideraban “botín de guerra”.
Hanns Christian Löhr se hace tres preguntas: el papel del llamado “Comando de Protección de Divisas”, dirigido por Goering; el porcentaje de obras compradas, robadas u obsequiadas; y quiénes fueron los cómplices y encubridores. Por momentos las contesta con la minucia de un contador experto; en otros con los datos coloridos de un folletín de guerra y despojo.
Hasta el final de la guerra (apenas la mitad del volumen), se ofrece un panorama entre agobiante e hipnotizador de las estratagemas empleadas. El libro comienza con una escena de 1940, cuando Goering visita en Francia una enorme colección de arte robado por los nazis. En 20 viajes posteriores recogió una gran cantidad de obras: no solo alimentaron su colección sino también su capacidad de canje: cambiaba obras de “arte degenerado” (maestros del impresionismo o el expresionismo) por obras medievales (a su juicio más “alemanas”).
La segunda mitad del libro desmenuza el modo en que los países aliados investigaron el tema en la posguerra, con la nueva “guerra fría” tensando sus relaciones mutuas. Expone además la lista de galeristas que lo ayudaron a conseguir lo que quería.
“Hermann Goering fue un criminal”, comienza el resumen final. Lo ayudaron sus vínculos con la industria, y que fue “un pobre imitador de la Época Guillermina”, con “lo prusiano” como criterio. Con cierto desdén, apunta: “su contemplación del arte siempre se mantuvo dentro del ámbito del placer personal”.