La colección de arte de Hermann Goering, el mercader de la muerte
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- Pablo Chacón
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El libro, publicado por la casa Edhasa, se concentra menos en la biografía que en el sistema de expolio armado por los alemanes con el objeto de apropiarse de la historia cultural europea: una refundación epocal, política y militar para instalar una nueva era.
Goering, hijo de una familia acomodada, aviador (llegó a jefe de la Luftwaffe), adicto a los analgésicos y a la morfina, estratega fallido en la batalla de Stalingrado, amante de mujeres de belleza superlativa y de los uniformes aparatosos y la pornografía, condenado a muerte en Nuremberg, se suicidó antes de llegar a la horca, y a pesar del descrédito, al final, no fue un personaje menor de esa saga.
El hombre, que pasó largas temporadas de su niñez en un castillo en las afueras de Hamburgo (cantidad de historiadores destacan ese rasgo como parte de su espíritu "romántico" y de su avaricia coleccionista), conoció a Hitler en 1922 y se afilió al nacionalsocialismo con rapidez de converso.
Inspirados por la marcha sobre Roma que comandó Benito Mussolini ese mismo año, organizaron el llamado putsch de Munich, disparo inicial del nazismo.
Entre los conjurados, además, de Hitler, Alfred Rosenberg, Rudolf Hess y otros 600 hombres, estaba Goering, que resultó herido en una pierna, lo que supuestamente le causó dolores insoportables por el resto de sus días, y resultó el expediente ideal para justificar su consumo de drogas.
Cuando finalmente el Fuhrer se hizo del poder, en 1933, Goering era uno de sus hombres de mayor confianza, jefe de la Sturmbabteilung (SA), grupo de choque del NSDAP, y encargado de "recolectar" obras de arte (sobre todo entre los judíos) para financiar el rearme y armar su propia colección.
Pero lo que "El mercader…" pone sobre el tapete no sólo es la estrategia clásica sino también la manipulación ideológica, a cargo de Joseph Goebbels, y la complicidad de la sociedad alemana en ese ejercicio y en su corolario, la "solución final" contra semitas, gitanos, comunistas y homosexuales encerrados en campos de concentración donde morían de hambre, frío o asesinados de manera industrial.
Escribe Lohr: "Otro campo para el desarrollo de las pasiones artísticas de Goering se abrió con la política de Hitler de extirpar de los museos alemanes las obras de los llamados `artistas degenerados`".
"Al mismo tiempo que se inauguraba la Casa de Arte Alemán en Munich, Goebbels organizó una muestra especial en esa misma ciudad, en la que se exhibían obras de arte expresionistas y cubistas que no entraban en las categorías artísticas de los ideólogos nacionalsocialistas".
Y agrega que entre los artistas repudiados figuraban "Emil Nolde, Franz Marc y Oscar Kokoshka". Esa fue la oportunidad para que Goering se hiciera de una serie de cuadros que nunca habrían llegado a sus manos de otra manera: Cézanne, Van Gogh y Munch, entre otros.
La sustracción de material (mucho del cual espera aún ser descubierta en bóvedas de bancos privados, y otras que circulan en el mercado negro) se amplió cuando los nazis ocuparon París. El segundo de Hitler estuvo unas 20 veces en la Ciudad Luz, y en cada una de sus expediciones, volvía a Berlín, o a su residencia de campo, cargado de piezas invalorables.
Es cierto que tenía sus competidores (y sus enemigos): entre ellos el escritor Ernst Junger, amigo personal de Pablo Picasso, Jean Cocteau y Pierre Drieu la Rochelle. Junger detestaba a Goering y siempre supo que su "buen gusto" era una pantalla que encubría su codicia y una voluntad de poder mal entendida.
En agosto de 1940, "ingresó al escenario parisino otro activista: Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del Reich, consiguió del ministerio del Exterior que el embajador Abetz continuara con los embargos bajo sus órdenes".
"Tenía como meta apoderarse de todas las obras de arte que en los últimos 200 años habían sido llevadas de Alemania a Francia (…) Días más tarde llegó de Berlín un decreto comunicando que Hitler personalmente ratificaba a (Alfred) Rosenberg para trasladar de Francia los valiosos bienes culturales judíos", escribe el autor.
Goering ya había sido apartado, sutilmente, de los expolios en Austria y en Polonia. No del todo, por supuesto. Porque todavía contaba con la simpatía de Hitler.
Pero la influencia del arquitecto Albert Speer, enemigo declarado del segundón (eso empezaba a ser Goering, al compás de las derrotas nazis en los diversos frentes de guerra) crecía, alentado por los variados escándalos protagonizados por el Mariscal, que muchos historiadores adjudican a los excesos con las drogas.
Luego del suicidio de Goering, en 1946, sus herederos disputaron judicialmente por sus bienes en la Alemania de Adenauer. Parte del misterio todavía se encuentra bajo un manto de silencio en el que participaron banqueros, militares aliados, espías y especuladores de ese insumo que tomó una consistencia multimillonaria después de la guerra: el arte, la pintura, la escultura y los códices.