Retrato de un feroz enemigo de Putin
- Periodista:
- Miguel Mora
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"Eduard Limónov no es un personaje de ficción. Existe. Yo lo conozco. Ha sido granuja en Ucrania, ídolo del underground soviético bajo Bréznev, mendigo y después mayordomo de un millonario en Manhattan; escritor mimado en París, soldado perdido en la guerra de los Balcanes, y, ahora, en el inmenso burdel del poscomunismo en Rusia, viejo jefe carismático de un partido de jóvenes desperados. Él se ve como un héroe, pero también se le puede considerar un cabrón: yo por mi parte no me atrevo a juzgarlo”.
Más o menos así presenta Emmanuel Carrère al protagonista de su último libro, Limónov, que arranca en Moscú el 7 de octubre de 2006, el día en que Anna Politkóvskaya fue asesinada a tiros en las escaleras de su casa. Carrère había ido a Rusia para escribir un reportaje para la revista XXI, y se encuentra con Limónov en una manifestación anti-Putin. El hilo de la memoria le lleva hasta el París de los años ochenta, cuando conoció al escritor y activista exiliado. A partir de ahí, oscilando entre la admiración y la irritación, el escritor y periodista francés dedica casi 500 páginas a contar la novelesca, aventurera y muy exagerada vida de Limónov, un gran personaje, lleno de luz y oscuridades, tan digno de simpatía como pantanoso.
Nacido en un pueblo de Ucrania en 1943, fue un joven hooligan, poeta sin hogar, exiliado soviético reconvertido en intelectual pequeñoburgués en París, para pasar luego a ser pobre de solemnidad y autor de cierta fama en Nueva York, improbable soldado a las órdenes del criminal de guerra serbio Radovan Karadzic (la BBC lo filmó disparando en el asedio de Sarajevo), y hacer luego el camino de vuelta como nostálgico del estalinismo y revolucionario profesional, líder de cabezas rapadas en el Partido Nacional Bolchevique, aliado y más tarde enemigo íntimo de Gary Kaspárov, y desde 2005 preso político en Lefortovo (el Alcatraz ruso) y después en el flamante campo de prisioneros Engels, en el Volga (llamado por los presos el Eurogulag), por intentar derrocar a Vladímir Vladimiróvich —Putin—.
Carrère y Limónov sitúan en ese moderno campo de prisioneros la espoleta del libro. El entrevistado (“a la vez Houellebecq, Lou Reed y Cohn-Bendit”, escribe Carrère) cuenta al entrevistador que el lavabo de acero de su celda es exactamente igual, un diseño de Philippe Starck, al del baño de una suite de Manhattan donde se alojó una vez. Ahí, ambos tienen claro que esa vida ha merecido la pena (Limónov) y merece ser contada (Carrère).
Tras fascinar a la crítica y desnudarse ante miles de lectores con Una novela rusa, El adversario, De vidas ajenas y Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: Philip K. Dick 1928-1982, Carrère ganó con Limónov el Premio Théophraste-Renaudot, uno de los más prestigiosos de Francia, que suele otorgarse a novelas. El libro, que se parece mucho a una novela de aventuras, es también una biografía y un gran reportaje histórico. Carrère hace novela de no ficción desde hace 15 años: se llame autoficción, biopic, relato real o nuevo periodismo, eso da casi igual. Su escritura, clara, precisa e irónica, mete al lector —y a él mismo— en veredas complicadas porque desde el Mac portátil en el que escribe se las arregla para meterse en la piel de ideas y personas que significan lo contrario del que escribe y lee.
Carrère (París, 1957), el pelo casi rapado, vaqueros y un jersey de pico azul, la mirada franca y la expresión entre desafiante y burlona del niño que acaba de robar un balón en el patio del colegio, recibe a EL PAÍS en su amplia casa bobó (burguesa bohemia) del distrito X de París. La conversación empieza con Limónov.
“Tardé cuatro años en escribir el libro”, recuerda, “y pasé de la fascinación al fastidio muchas veces. Pero siempre pensé que esa no era mala mezcla para un motor de un libro. Con Limónov pasas momentos en que le estimas y otros en que solo sientes hostilidad, es rey y mendigo a la vez. Un perdedor y un héroe. Los héroes que ganan mucho dinero y no tienen alma de perdedores no son héroes verdaderos. Realmente no sé si es un héroe de verdad, pero creo que su idea siempre fue ser uno de ellos, a pesar de que en su vida hay mucha confusión. Él se cree que es de una coherencia perfecta, pero yo no estoy de acuerdo. En todo caso intenté ser fiel a su visión de sí mismo, a su manera de conservar al niño. De pequeños todos queremos ser Robin Hood y el Conde de Montecristo, y con la madurez se nos pasa. Él fue siempre fiel a sus sueños de infancia y siempre pagó un alto precio por ello. En eso es admirable”.
“En algunas cosas es un personaje de novela picaresca, un plebeyo volátil y fuerte a la vez, que va por el mundo corriendo aventuras y cada vez se inventa una nueva. Más Don Quijote que Don Juan, siempre es devoto a sus mujeres”, prosigue. “Lo importante es que aprendí mucho escribiendo el libro. Intenté aprender sobre los Balcanes, tuve que documentarme mucho sobre Ucrania para contar su infancia… Es a la vez una novela de aventuras a lo Dumas y un libro de historia. Partí de un reportaje e intenté mantener ese tono durante todo el libro. Su vida es interesante siempre. Tiene momentos poco simpáticos, como cuando lucha a las órdenes de Karadzic, resulta ridículo ver jugar a un cincuentón con armas como si fuera un jovenzuelo. Pero al mismo tiempo su valor es admirable. El tipo vivió en París como un escritor respetable, luego en Nueva York como Henry Miller en París, y de repente dejaba todo y cambiaba radicalmente de vida”. Esa riqueza de experiencias, cree Carrère, “es una hazaña rara, habla de alguien que ha vivido con gran intensidad, renunciando a lo cómodo, y yo celebro esa forma de ser. En París podía haber sido un escritor menor pero apreciado, tenía amistades intelectuales y artísticas, y hace falta tener muchas agallas para de repente alistarse con los serbios e irse a la guerra”.
Su propia voz en el libro es la del bobó parisiense que lo será toda la vida, pero admite que exagera un poco: “¡Seguramente! Pero Francia es un sitio con muy poca movilidad, y sus élites son conformistas y prudentes. Quizá exageré un poco esa inmovilidad, pero me pareció interesante hacer un relato como el de Holmes y Watson, y quizá me watsonicé un poco, aunque desde luego no soy tan sabio como Watson. Holmes es interesante porque Watson lo cuenta desde su mirada. Limónov es un gran contraste si se compara con el pequeño burgués socialdemócrata e intelectualoide que soy yo”.
Es curioso que hablaran muy poco… ¿Se evitaban? ¿Cómo se llevan ahora? “Solo le entrevisté un par de veces, unas cuantas horas. El resto fue documentación y biografía. Sé que cuando salió el libro estaba intrigado por su biógrafo, pero dijo una cosa estupenda sobre el libro: “Nunca diré nada sobre el fondo”. Estoy seguro de que cometí miles de errores, pero no entró a juzgar eso. Añadió que estaba contento de que el libro existiera, y mostró su gratitud diciéndome: “Me has resucitado”. Lúcidamente, agregó: “No estamos en el mismo lado de la barricada”. Y tiene razón. Se comportó como un personaje de ficción que te sale interesante y justo. A los 70 años fue un regalo inesperado para él, casi como si le dieran el Nobel, le gustó ver sus fotos en revistas y librerías. Se lo tomó con una ironía simpática”.
Y todo ello a pesar de que el final del libro es tremendo, porque Emmanuel Carrère compara a Limónov con Putin, su gran enemigo. “Me divirtió incluir eso como una provocación”, explica el escritor. “Sabía que le cabrearía, porque Putin es un apparatchik agarrado al poder y Limónov es lo contrario, nunca ha tenido el menor poder. Pero creo realmente que si lo tuviera haría como Putin o peor, metería en la cárcel a sus enemigos y los fusilaría si pudiera. Los dos comparten la nostalgia del comunismo, y nuestra visión del mundo, la democracia, los derechos humanos, la casa común, todo eso les produce risa. Piensan que somos unos capullos virtuosos; como dice Limónov, los derechos humanos son una herencia del colonialismo católico del XIX. Consideran que tratar de imponer la democracia es una falacia (bullshit), y que los europeos somos unos colonialistas disfrazados. Y la verdad es que tienen un punto de razón, aunque nos desagrade pensarlo. Nada nos impide acercarnos a ese pensamiento, y en el fondo ese mecanismo está muy presente en el libro. Lo que hace es tratar de entender esa forma de ver el mundo, que nos puede parecer fascista, violenta, el mal. Las etiquetas no bastan. Limónov es un fascista raro porque siempre ha estado al lado de los débiles. Y si lo miramos despacio, El Asad o Gadafi son lo mismo: unos pobres dictadores de provincias. Pero creo que es sano preguntarse lo que no es obvio, lo que no se ve, lo que nos une realmente a ellos”.
—Y no parece que nosotros podamos presumir mucho, metidos como estamos en pleno neoliberalismo financiero…
— “La historia da muchas vueltas y quizá dentro de 30 años a nuestros nietos les parezca aberrante esta época, o lo que a nosotros nos parece aberrante a ellos les parezca bien. Siempre está bien poner en duda las verdades oficiales, yo solo trato de desestabilizar al lector que se parece a mí, al conformista, al demócrata que en realidad ya no cree en la democracia, y le invito a mirar el mundo desde el punto de vista del otro. Limónov es todo menos un golfo, tiene 70 años y no tiene un rublo, entra en la cárcel cada dos meses, no está del lado de los caraduras. De alguna forma los occidentales estamos resignados a nuestra suerte, vivimos bajo el diktat del mercado omnipotente, los Gobiernos no pintan nada al lado de los bancos, las democracias están recurriendo a economistas que no han sido elegidos para gobernarnos. El ideal de la virtud política hoy no vale nada”.
Emmanuel Carrère cuenta que eligió hacer relatos reales hace 15 años, el día que decidió “empezar a escribir eso que Truman Capote llamó novelas de no ficción. Esto no quiere decir que no me gusten las novelas, me parecen formidables, me encantan y sigo leyéndolas, y además lo que escribo se parece mucho a las novelas. Empecé por razones confusas y largas de explicar, quizá porque me apetecía partir de la realidad”. Así, en El adversario contó la vida de un falso médico que asesina a su familia; en Una novela rusa el protagonista era él mismo y en De vidas ajenas narraba la tragedia de una vida privada: un tsunami, un cáncer… “Y las cosas me fueron llevando a donde estoy ahora”, dice. “Limónov es historia y política. Creo que usar la realidad y aparecer en mis libros es una cuestión de honestidad. Me parece más honesto decir al lector quién habla realmente. Pero mis motivos reales son puras banalidades. Hablar sobre mí mismo, contar lo que pasa a mi alrededor, si la historia es más o menos grande resulta más o menos ambiciosa, pero al final es simple: escribo sobre lo que me parece la vida, la mía y la de la gente que me rodea. Sé que es banal como respuesta, pero consiste en eso, en dar forma literaria a mi experiencia. Incluso en el caso de Limónov, por un juego de opuestos: al fin y al cabo es mi experiencia porque me interesó”. Eso sí, honestidad no equivale para Carrère a sinceridad: “Yo intento ser honesto, pero no digo la verdad. La verdad no existe. Cuento lo que veo y oigo, que es una cosa muy distinta que ser sincero. Pero es un imperativo moral y artístico y mi razón de escribir: ser honesto”.
Biógrafo, reportero, narrador, Carrère usa la técnica del periodista y la mirada del novelista: “Doy un tratamiento novelesco a un material real, periodístico. Uso todas las técnicas y trucos de la novela, pero en un sentido amplio escribo informes sobre lo real”. De hecho, una parte de De vidas ajenas trata sobre las deudas bancarias, pero él desdeña el papel de profeta. “No era profético”, matiza. “Estaba pasando, la gente pedía créditos para comprarse un coche con el que ir al trabajo. Como el protagonista es un juez que se dedica a eso, tuve que enterarme a fondo, y siento mucho orgullo profesional de haber podido meter esas 60 páginas tan áridas en una novela, necesité 10 o 15 versiones, pero al final conseguí que fueran claras, límpidas. Esa es mi gran voluntad cuando escribo, ser claro para que un lector no especializado pueda entender bien de lo que se habla. Hacer pedagogía con estilo es otro imperativo del periodismo”.
Pese a mezclar sin pudor su vida con su literatura, de niño Carrère no quiso ser ni reportero ni escritor, sino arponero, “arponero de ballenas” subraya. Su padre, sin embargo, se lo desaconsejó. ¿Por qué? “Porque llevaba gafas”. Y decidí ser escritor, “no periodista”. Ahora hace las dos cosas. Escribe reportajes para XXI, una revista trimestral que solo publica reportajes y “siempre está entre los libros más vendidos”: “XXI rompe los principios de los que profetizan el fin del periodismo impreso. Son artículos muy largos, no tiene publicidad, y vende 50.000 copias. Lo hace gente muy interesante, entre otros Patrick de Saint-Exupéry (sobrino nieto del autor de El Principito). Ahora acaban de abrir el debate sobre la hemorragia de lectores de periódicos”.
—¿Hay esperanza para el periodismo?
—“¿Somos los periodistas unos viejos gilipollas o seguiremos siendo necesarios? No lo sé, pero creo que la función del periodismo no solo es teclear teletipos en las webs o bombardear a los lectores con opiniones de columnistas que fingen saberlo todo de todos los temas. El reportaje tiene una función irremplazable, que consiste en mirar de cerca la realidad. No podemos limitarnos a dar discursos sobre esa realidad. Es difícil que esa función desaparezca, aunque quizá el libro lo haga si la cultura sigue siendo gratis, lo cual es una mierda para el creador y para el productor, pero no para el lector. Creo que la pulsión de contar la realidad, de dar testimonio de lo que pasa y el deseo de leer esas historias seguirá existiendo. Pero quizá hará falta buscar mucho para encontrarlos”.
© Miguel Mora, El País